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Cuadernos de traducción literaria 2 (Diplomado en Traducción Literaria)

 

 

Cuadernos de Traduccion Literaria 2

Compilación de proyectos finales de los egresados de la 2da. generación del diplomado en Traducción Literaria de ISETI (2024-2025)

 

 

The Woman in Black: A Ghost Story, Susan Hill 

La mujer de negro: una historia de fantasmas (fragmento)

Traducción de Claudia Castañeda García 

 

Nota de la traductora

Siempre me ha fascinado lo sobrenatural visto y experimentado desde escenarios reales. Uno de los periodos que enmarcan las historias oscuras, macabras y góticas es, en definitiva, la época victoriana. Durante esta época surgen grandes relatos, como Drácula de Bram Stoker, y aunque The Woman in Black de Susan Hill es de una fecha posterior, tiene todas las características de un relato gótico. Esta última obra me parece impactante, pues describe un terror psicológico, con emociones intensas de angustia, frustración y rabia. Se trata de un fantasma inquietante que busca venganza, lleno también de una tristeza profunda y lacerante. Encontré desafíos traductológicos interesantes, pues el texto contiene abundantes descripciones, conjugaciones verbales y referentes culturales que me hicieron tomar decisiones para darle sentido al escrito. Recrear la atmósfera de terror es complicado, pues requiere, además de conocimiento traductológico, creatividad y naturalidad, todo al mismo tiempo y en armonía. 

 

Silba e iré hasta donde estés

Durante la noche, el viento comenzó a soplar. Mientras leía acostado, me había dado cuenta de que las ráfagas eran más fuertes, y de vez en cuando azotaban las ventanas; sin embargo, cuando desperté abruptamente en las primeras horas, las ráfagas habían aumentado considerablemente de fuerza. La casa se sentía como un barco en el mar, golpeado por el ventarrón que rugía a través de los vastos pantanos. Las ventanas crujían por todas partes y se escuchaba un gimoteo bajando por todas las chimeneas de la casa y silbando a través de cada rincón y grieta.

Al principio me alarmé; luego, permanecí quieto mientras recuperaba el juicio, y reflexioné sobre cuánto tiempo había estado aquí la Casa Eel Marsh, firme como un faro, completamente sola y expuesta, soportando invierno tras invierno la embestida de ventarrones, lluvia torrencial, aguanieve y espuma. Era poco probable que se volara esa noche. Y entonces esos recuerdos de la infancia comenzaron a revivirse, y me sumergí nostálgicamente en todas esas noches, cuando había estado en la cálida y acogedora seguridad de mi cama, en el dormitorio de arriba, en nuestra casa familiar en Sussex, y escuchaba cómo el viento rugía afuera como un león en las puertas y golpeaba las ventanas, pero incapaz de alcanzarme. Me recosté y caí en ese estado placentero, casi de trance, entre el dormir y el despertar, recordando el pasado y todas sus emociones e impresiones con viveza, hasta que sentí que era un niño de nuevo.

Entonces, desde algún lugar, fuera de esa oscuridad rugiente, un grito llegó a mis oídos, me arrastró de vuelta al presente y ahuyentó toda tranquilidad. Escuché con atención; nada. El alboroto del viento, como un alma en pena, y el golpeteo y el crujir de la ventana en su viejo y mal ajustado marco. Luego, sí, de nuevo, un grito, ese grito familiar de desesperación y angustia, un grito de auxilio de un niño en algún lugar de los pantanos.

No había ningún niño; lo sabía. ¿Cómo podría haberlo? Sin embargo, ¿cómo podría quedarme aquí tumbado e ignorar incluso el llanto de algún fantasma de hace mucho tiempo? “Descansa en paz”, pensé, pero este pobre no lo hacía, no podía.

Después de unos momentos me levanté. Fui a la cocina a prepararme una bebida, a avivar un poco el fuego y a sentarme junto a él, intentando apagar esa voz que llamaba y por la que no podía hacer nada, y nadie había podido hacer nada durante... ¿cuántos años?

Cuando salí al pasillo, con Araniella, la perrita, que me siguió al instante, sucedieron dos cosas al mismo tiempo. Tuve la impresión de que alguien acababa de pasar junto a mí en ese preciso momento, que bajaba por las escaleras hacia alguna otra habitación, y de pronto una tremenda ráfaga de viento azotó la casa, de modo que casi pareció tambalearse por el impacto. Las luces se apagaron. No me había molestado en tomar mi linterna de la mesita de noche, y ahora estaba en oscuridad total, sin saber por un momento en dónde me encontraba.

¿Y la persona que había pasado, que estaba ahora en la casa conmigo? No había visto a nadie, no había sentido nada. Había quietud, no sentí ni un roce en el hombro, ni alteraciones en el viento, ni siquiera escuché un paso. Simplemente tuve la certeza absoluta de que alguien acababa de pasar muy cerca de mí y se había ido por el pasillo, allí por el corto y estrecho pasillo que llevaba a la habitación de los niños, cuya puerta había estado tan bien cerrada y luego, sin explicación alguna, abierta.

Por un momento, comencé a imaginar que en verdad había alguien más, otro ser humano viviendo en esta casa, una persona que se escondía en esa misteriosa habitación de los niños y salía por la noche a buscar comida y bebida, a tomar aire. ¿Quizás era la mujer de negro? ¿La Sra. Drablow había hospedado a alguna hermana solitaria o sirvienta? ¿Había olvidado a una amiga loca que nadie conocía? Mi mente se desbordó en toda clase de fantasías salvajes e incoherentes, mientras intentaba desesperadamente encontrar una explicación racional a la presencia de la que había sido tan consciente. Pero luego esas fantasías cesaron. No había ningún habitante vivo en la Casa Eel Marsh, aparte de mí y la perrita de Samuel Daily. Lo que fuera que estaba aquí, quienquiera que hubiese visto, oído mecerse, y que acababa de pasar junto a mí ahora, quienquiera que hubiese abierto la puerta cerrada no era “real”. Pero ¿qué era “real”? En ese momento comencé a dudar de mi propia realidad.

Lo primero que necesitaba era una luz, así que busqué a tientas el camino de regreso hacia mi cama, extendí la mano y por fin encontré la linterna. Di un paso atrás, tropecé con la perrita que estaba a mis talones y dejé caer la linterna. Esta giró por el suelo y cayó en algún lugar cerca de la ventana, con un estruendo y el débil sonido del vidrio al romperse. Maldije, pero logré a rastras encontrarla nuevamente y presionar el interruptor. No encendió; la linterna estaba rota.

Por un momento estuve tan cerca de llorar de desesperación y miedo, frustración y tensión, como nunca lo había estado desde mi niñez. Pero en lugar de llorar, golpeé el suelo con mis puños, en un arrebato de furia violenta, hasta que me dolieron.

Fue Araniella quien me devolvió a la realidad, al rascar un poco mi brazo y luego lamer la mano que extendí hacia ella. Nos sentamos en el suelo juntos y abracé su cuerpo cálido, agradecido por su compañía, completamente avergonzado de mí mismo, más tranquilo y aliviado, mientras el viento rugía y retumbaba afuera; y una y otra vez escuchaba, llevado por las ráfagas, el terrible llanto de aquel niño.

No volvería a dormir, de eso estaba seguro; pero tampoco me atreví a bajar las escaleras en esa oscuridad total, rodeado por el ruido de la tormenta, desconcertado por la conciencia que había tenido de la presencia de aquel otro ser. Mi linterna estaba rota; necesitaba una vela, alguna luz, por débil y frágil que fuera, para hacerme compañía. Había una vela cerca, la había visto antes, en la mesa junto a la pequeña cama en la habitación de los niños.

Durante mucho tiempo, no pude reunir el valor suficiente para tantear el camino por ese corto pasillo hasta la habitación que, de alguna manera, me di cuenta, era tanto el centro como la fuente de todos los extraños sucesos en la casa. Estaba perdido en mis propios temores, incapaz de pensar con claridad ni de tomar decisiones; mucho menos de moverme. Pero gradualmente descubrí por mí mismo la verdad del axioma que dice que un hombre no puede permanecer indefinidamente en un estado de terror activo. O la emoción aumentará hasta que, impulsado por cada vez más eventos y presagios aterradores, se vea tan abrumado por ella que huye o se vuelve loco; o se volverá, poco a poco, menos agitado y más dueño de sí mismo.

El viento seguía ululando a través de los pantanos, seguía azotando la casa. Pero eso era, después de todo, un sonido natural, uno que podía reconocer y tolerar, porque no podía hacerme daño de ninguna manera. La oscuridad no se aligeraba, y no lo haría durante algunas horas, pero no hay nada en el simple estado de oscuridad que haga a un hombre tan temeroso como la mezcla con el sonido de un viento de tormenta. No ocurrió nada más. Toda sensación de la presencia de otro ser se desvaneció; los débiles gritos del niño cesaron al fin, y desde la habitación de los niños, al final del pasillo, no llegó ni el más leve sonido de la mecedora ni de ningún otro movimiento. Yo había orado, mientras me agachaba en las tablas del suelo con la perrita aferrada a mí; orado para que lo que me había perturbado y estaba dentro de la casa fuera desterrado o, al menos, para que yo pudiera recuperar el control de mí mismo, lo suficiente como para confrontarlo y superarlo.

Ahora, mientras me levantaba con dificultad, adolorido y rígido en cada miembro —tan grande había sido la tensión de mi cuerpo—, por fin me sentí capaz de hacer algún movimiento. Estaba profundamente aliviado de que, hasta donde podía decir, no había, por lo menos por el momento, nada peor que enfrentar mi ciega travesía por el pasillo hacia la habitación de los niños, en busca de la vela.

Esa travesía la hice, muy lentamente y con creciente aprehensión. Pero tuve éxito, pues encontré el camino hacia la mesa de noche, tomé la vela de su soporte y, sujetándola con firmeza, comencé a tantear con la mano a lo largo de las paredes y los muebles, de regreso hacia la puerta.

He dicho que no hubo más sucesos extraños y aterradores esa noche, nada más que pudiera asustarme, excepto el sonido del viento y la oscuridad total. Y en cierto modo eso es verdad, pues la habitación de los niños estaba completamente vacía; y la mecedora, quieta y silenciosa. Todo, hasta donde podía decir, estaba como antes.

 

Susan Hill / Scarborough, Inglaterra, 1942. Educada en Londres, ha escrito Aire y ángeles, Extraño encuentro, La señora de Winter y La mujer de negro, entre otras novelas, libros de relatos, obras de no ficción y teatro. Su obra ha sido galardonada con los premios Whitbread, John Llewelyn Rhys y Somerset Maugham, además de ser finalista del Booker Prize. Con Las distintas guaridas de los hombres (2005), la primera novela del ciclo dedicado al comisario Simon Serrailler, sorprendió por la perfecta combinación de misterio, profundidad psicológica de los personajes y recreación de la vida en una ciudad pequeña; y las siguientes entregas, Los puros de corazón (2006), El peligro de la oscuridad (2007) y Voto de silencio (2011), no hicieron sino confirmar las expectativas generadas. 

 

Claudia Castañeda García / Monterrey, México, 1971. Licenciada en Lingüística Aplicada con énfasis en Traducción. Nada le apasiona tanto como traducir; en sus palabras, “es como si pudiera una y otra vez palpar el intelecto, a través de los textos que traduzco; ahí está mezclado todo: el proceso cognitivo y el proceso traductológico, la experiencia adquirida, la creatividad. Es como armar un rompecabezas con diferentes grados de dificultad, dependiendo del tipo de texto por traducir”. Durante muchos años fue traductora freelance, y adquirió experiencia en textos científicos, médicos, técnicos y legales. Por su propia cuenta, ha traducido autores especializados en terror, como Bram Stoker, Anne Rice, Stephen King y Susan Hill.


Les fleurs, Thomas Ligotti

Las flores (fragmento)

Traducción de Rosalía Castillo Mercado


Las flores

17 de abril. Las flores fueron enviadas a primera hora.

 

1° de mayo. El día de hoy (y yo que creí que nunca volvería a pasar), he conocido a alguien con quien, creo, puedo tener esperanzas. Su nombre es Deisy. ¡Trabaja en una florería! Florería, dicho sea de paso, donde fui a comprar unas flores para Clare, que para el mundo sigue desaparecida. Al principio, por supuesto, Deisy fue cortésmente reservada cuando pregunté por arreglos florales para el funeral de un ser amado. Sin embargo, pronto remedié ese distanciamiento. Con mi voz tímida y amigable, le pregunté por otras flores de la tienda, que no tuvieran nada que ver con pérdidas. Ella, encantada, me ofreció un recorrido por toda la florería. Le confesé que no sabía casi nada de plantas y esas cosas, y le comenté que se notaba que le encantaba su trabajo, esperando al mismo tiempo que al menos parte de su entusiasmo estuviera inspirado por mí. —Oh, me encanta trabajar con flores, creo que son realmente interesantes —me dijo. 

Después me preguntó si sabía que había plantas con flores que se abrían sólo por la noche, y que ciertos tipos de violetas sólo florecían en la oscuridad, bajo tierra. Mi torrente de pensamientos y sensaciones se aceleró de repente. Aunque ya había intuido que era una chica con una imaginación especial, este fue el primer indicio que recibí de lo especial que era. Juzgué que mis esfuerzos por conocerla mejor no serían en vano, como lo han sido con otras. —Eso es muy interesante acerca de esas flores —le dije esbozando mi cálida y profesional sonrisa. Hubo una pausa que llené con mi nombre. Ella entonces me dijo el suyo. —Ahora bien, ¿qué tipo de flores te gustarían? —preguntó. Le solicité un arreglo adecuado para la tumba de una abuela fallecida. Antes de salir de la florería, le dije a Deisy que tal vez necesitaría volver por allí, para satisfacer futuras necesidades florales. Ella no pareció tener alguna objeción con esto. Con las plantas acurrucadas en mi brazo, salí cantando de la florería. Después fui directamente al cementerio de Chapel Gardens. Por un rato, sinceramente, me esforcé en encontrar una lápida que, por casualidad, tuviera el nombre de mi ser querido. La fecha no importaba mucho. Pensé que al menos esto se merecía. Pero dadas las circunstancias, mi ramo conmemorativo tuvo que ser para alguien llamada Clarence.

 

16 de mayo. Dei, como ya le decía cariñosamente, visitó por primera vez mi departamento y quedó cautivada por las cuidadosas restauraciones. —Me encantan los lugares antiguos bien conservados —dijo. Y parecía que de verdad le encantaban. Yo ya lo presentía. Comentó las maravillas decorativas que harían unas cuantas plantas por mis antiguas habitaciones. Era obvio que le llamaba la atención la falta de adornos naturales en mi espacio de soltero.

—¿Cerezos de floración nocturna? —pregunté, intentando no decir demasiado con esto y evidenciar mis pensamientos. Una leve sonrisa iluminó su rostro; pero por el momento no creí conveniente profundizar en ese asunto. Aún ahora, en estas páginas de mi cuaderno, lo escribo con la mayor delicadeza. 

Dei estuvo rondando por el apartamento un rato. La miraba como si fuera algún animal exótico, un ocelote elegante tal vez. De pronto me di cuenta de que lamentablemente había pasado algo por alto. Ella lo examinó. El objeto estaba sobre una mesita, frente a un ventanal y entre unas voluminosas cortinas. En ese momento me pareció vulgarmente prominente, sobre todo porque no quería que viera nada de eso tan pronto en nuestra relación. —¿Qué es esto? —preguntó con un tono de voz que expresaba una especie de curiosidad que rozaba en la indignación. —Es sólo una escultura. Ya te había dicho que hago este tipo de cosas. No es muy buena, la verdad. Algo fea—. Ella examinó la pieza con más detalle. —Cuidado con eso —le advertí. Ella soltó un pequeño “oh”. —¿Se supone que es como un cactus? —preguntó. Por un momento, pareció mostrar un interés genuino en aquel objeto de arte oscuro. —Tiene dientes diminutos —observó,— entre esas grandes lenguas—. Y sí que parecen lenguas, aunque nunca lo había visto así. Una comparación ingeniosa, la verdad. Esperaba que su imaginación hubiera encontrado tierra fértil para crecer, pero en vez de eso, mostró una repugnancia moribunda. —Quizás tengas mejor suerte si la haces pasar por un animal, en lugar de una planta, o una escultura de planta, o lo que sea. Tiene un pelaje aterciopelado y parece que se va a arrastrar—. En ese momento, yo mismo quería salir arrastrándome. Le pregunté, como la casi botánica que era, si no había plantas que parecieran pájaros u otros animales. Este fue mi débil intento de librar a mi creación de cualquier acusación de ser antinatural. Es extraño cómo a veces, a través de los ojos ajenos, te ves obligado a tener una visión poco favorable de ti mismo. Finalmente, preparé unas bebidas y pasamos a otra cosa. Puse algo de música.

Poco después, sin embargo, la suave armonía de la música se vio arruinada por una disonancia desafortunada. Ese detective (Briceberg, creo) llegó para repetir su interrogatorio sobre el caso Clare. Afortunadamente fui capaz de mantenerlo a él y a sus preguntas afuera, en el pasillo, todo el tiempo. Repasamos el diálogo previo que habíamos mantenido. Le reiteré que Clare fue alguien con quien solamente trabajé y con quien fui profesionalmente amable. Al parecer, algunos de mis compañeros de trabajo no identificados sospechaban que Clare y yo teníamos una relación sentimental. —Chismes de oficina —respondí, sabiendo que era una chica que sabía guardar ciertos secretos, aunque no se le pudiera confiar otros. —Lo siento —le dije— no tenía idea de dónde podría haber desaparecido—. Pero sí me las arreglé para insinuar, de una manera medio sutil, que no me sorprendería si, en un arranque repentino de desesperación neurótica, se hubiera mudado impulsivamente a algún lugar que su corazón deseara. 

Yo mismo me había desilusionado al descubrir que dentro de los prometedores y oscuros límites de Clare, se escondía un decepcionante mundo de ensueño de cercas blancas y cortinas con estampados de flores. No, no le dije eso al detective. Además, insistí, era bien sabido en la oficina que Clare había empezado a salir con alguien aproximadamente entre siete y diez días (mi estimación personal del tiempo de su infidelidad) antes de su desaparición. Entonces, ¿por qué molestarme a mí? Resulta que esta era la razón: me dijo que también le habían informado que yo pertenecía a cierto grupo poco convencional. Le respondí que no había nada fuera de lo común en estudiar filosofía seriamente. Además, yo era un artista, como él bien sabía; y como todo el mundo sabe, las personalidades artísticas tienen una inclinación natural hacia esas cosas. Pensé que lo entendería si lo planteaba de esa manera. Y así fue. El hombre parecía conforme con cada una de mis declaraciones. De hecho, parecía muy apurado por descartarme como sospechoso en el caso, sin duda intentando crear una falsa sensación de seguridad en mí y llevarme a hacer una admisión involuntaria de la peor clase de juego sucio.

—¿Era por la chica que desapareció de tu trabajo? —me preguntó Deisy después. —Ajá —respondí. Estuve pensativo y en silencio por un rato, esperando que lo atribuyera a un lamento interno por aquella chica desconocida de la oficina, y no por la velada lamentablemente imperfecta que habíamos pasado. —Quizás sea mejor que me vaya —dijo, y así lo hizo. De todas maneras, no quedaba mucho que rescatar de nuestra cita. Después de que se fue, me puse muy borracho con un licor que sabía a flores de campos abiertos, o al menos eso me pareció. También aproveché para releer una historia sobre unos hombres que visitan las regiones blancas y desoladas de un paraíso polar. No espero soñar esta noche, ya me harté de esta fantasía ártica. La Hermandad del Paraíso es poco convencional, ¡por supuesto!

 

21 de septiembre. Dei vino a las frescas y pulcras oficinas de G. R. Glacy, la agencia de publicidad en la que trabajaba, para almorzar conmigo. Le enseñé mi cubículo, donde hago mis diseños para publicidad y le mostré mi último trabajo. —Oh, es hermoso —dijo cuando le señalé el dibujo de una ninfa con flores en su cabello recién lavado—. Es muy bonito—. Ese “bonito” casi me arruina el día. Le pedí que mirara de cerca las flores que se mezclaban en los rizos del ser mítico. Apenas se notaba que uno de los tallos de las flores crecía fuera, o quizás dentro, de la cabeza de la criatura. Dei no parecía apreciar mucho la astucia de mi arte. Y yo que pensaba que estábamos progresando por caminos “poco convencionales” (maldito Briceberg). Tal vez deba esperar hasta que regresemos de nuestro viaje para mostrarle alguna de las pinturas que tengo escondidas en mi casa. Quiero que esté preparada. Al menos todo está preparado para nuestras vacaciones. Dei finalmente encontró a alguien que cuide a su gato.

 

10 de octubre. Adiós, diario. Nos vemos cuando vuelva.

 

1° de noviembre. Después de un periodo de silencio reflexivo sobre el tema, ahora voy a escribir un breve capítulo de mi estancia tropical con Dei. No estoy seguro de si los eventos que voy a describir representen un callejón sin salida o un punto decisivo en el curso de nuestra relación. Tal vez haya algo que no haya entendido. Aún estoy en la oscuridad. Ya he pasado por esto antes con Clare, y esperaba que mi escape con Dei fuera definitivo, o algo parecido, y no uno lleno de dudas. Sin embargo, creo que el episodio siguiente amerita ser documentado.

Un paraíso hawaiano a medianoche. En realidad, estábamos contemplando la abundancia de la playa desde la terraza de nuestro hotel. Dei estaba medio alegre, después de tomar varias bebidas espumosas que llevaban flores en el borde del vaso. Yo estaba en un estado similar al suyo. Pasaron unos momentos de silencio embriagador, interrumpidos por uno que otro suspiro de Dei. Oímos el aleteo de alas invisibles agitando el aire cálido en la oscuridad. Escuchamos atentamente los sonidos de orquídeas negras creciendo, aunque no hubiera ninguna. (—Mmmm —pronunció Dei). Estábamos listos para un capricho. Yo tenía uno, aunque aún no sabía si podría llevarlo a cabo. —¿Puedes oler el extraño cerezo? —dije, poniendo una mano en su hombro más alejado y pasando la otra dramáticamente en un arco horizontal frente a la selva que había más allá. —¿Puedes? —repetí sugestivamente—. Sí puedo —dijo Dei, dispuesta—. Pero ¿podemos encontrarlos, Dei, y verlos abrirse a la luz de la luna? —Claro que podemos —canturreó alegremente. 

Y sí pudimos. De pronto, las hojas de piel tersa del jardín nocturno nos rozaban; Dei se detuvo para tocar una flor naranja o roja, con un olor intenso a violeta. La animé a seguir adelante, a través de la tierra cubierta de flores. Nos sumergimos profundamente en el jardín de los sueños. Cada vez más rápido, los sonidos y los olores nos envolvían. Fue más fácil de lo que pensé. En algún momento, casi sin esfuerzo, logré alejarnos por completo de la geografía conocida. —Dei, Dei —grité—. Hemos llegado. Nunca le he mostrado esto a nadie, y qué tortura ha sido ocultártelo. No, no hables. Mira, mira—. Oh, la emoción de traer una cita romántica a este paraíso oscuro. Cómo anhelaba mostrarle este mundo hermoso en todo su apogeo y que lo contemplara con un deleite hechizado. Ella estaba cerca de mí en la oscuridad. Esperé, viéndola de mil maneras en mi mente, antes de mirar a la verdadera Dei. —¿Qué les pasa a las estrellas, al cielo?— fue todo lo que dijo. Estaba temblando.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, la sondeé sutilmente para conocer sus impresiones y juicios sobre la noche anterior. Pero tenía una fuerte resaca y sólo tenía recuerdos confusos de lo que había pasado. Bueno, al menos no reaccionó con histeria, a diferencia de mi antiguo amor, Clare.

Desde que regresamos he estado trabajando en un cuadro titulado Sanctum Obscurum. Aunque ya he hecho este tipo de trabajos muchas veces antes, en este estoy incluyendo elementos que espero remuevan la memoria de Dei y precipiten un recuerdo consciente no sólo de aquella noche en las islas, sino de todos los mensajes sutiles y no tan sutiles que le he intentado comunicar. Sólo rezo para que lo entienda.

 

Thomas Ligotti / Detroit, Estados Unidos, 1953. Es un autor de terror conocido por su “terror filosófico”, influenciado por Lovecraft y Poe. Les Fleurs, su tercer cuento, se publicó en 1981. Sus obras exploran temas oscuros, como el aislamiento y el nihilismo, influenciados por sus propias luchas contra la ansiedad. El Washington Post lo considera un “secreto bien guardado” del terror contemporáneo. Ganador de 12 premios literarios, su trabajo más reciente es Pictures of Apocalypse (2023), un compendio de poemas. Ligotti, a sus 71 años, sigue siendo una figura de culto literario.

 

Rosalía Castillo Mercado / Monterrey, Nuevo León. Egresada de la Licenciatura de Ciencias de la Comunicación, con énfasis en Publicidad, por parte de la UANL. Su pasión por las letras la motiva a buscar espacios para adentrarse en el mundo de la literatura, y con ello, en el de la traducción.


 

Better than the Movies, Lynn Painter

 

Mejor que en las películas (fragmento)

Traducción de Alejandra Lizbeth Chávez Rivera

 

 

Nota de la traductora

 

Desde pequeña, mi familia me inculcó el hábito de la lectura. Recuerdo que el primer libro que leí fue El diario de Ana Frank, un libro que a la edad de ocho años me resultaba difícil entender. Conforme pasaba el tiempo, iba encontrando diferentes tipos de arte que mis padres siempre me dieron el privilegio de practicar. Sin embargo, al único que siempre regresaba era a la literatura, porque me gusta imaginar los escenarios, mundos, personajes, y de vez en cuando, cambiar los diálogos cuando no me gusta a donde va la historia.

Escogí este capítulo porque me da mucha ternura imaginarme a dos adolescentes que se enamoran por primera vez: una está completamente ciega, y el otro tiene la paciencia para esperar hasta que ella se dé cuenta.

 

 

Capítulo cinco

 

 

“Que a ella le gusten las mismas cosas extrañas que a ti

no significa que sea tu alma gemela”

 

500 días con ella

 

 

—¿Es en serio, Wes? —Miré alrededor de la tienda sin poder quitarme la culpa de encima. Una cosa era cancelar el plan de ir de compras con tu mejor amiga por otro compromiso, pero ¿cancelarlo para ir con alguien más? Sentí como si estuviera cruzando un límite—. Que ridículo eres.

Wes agarró una túnica del exhibidor y la aventó en el carrito.

—Ridículamente inteligente. Ahora sólo tienes que entrar al vestidor una vez.

Miré el carro lleno y me pregunté si sabía que solo podía entrar con seis prendas a la vez. Pero no dije nada, porque el hombre estaba en una misión. Me recogió de la biblioteca cuando terminó mi turno, condujo a toda velocidad al centro comercial y casi me sacaba el brazo de su sitio cada vez que no lograba seguirle el ritmo.

Al parecer Wes odiaba ir de compras. Estábamos en Devlish, la tienda de franquicia mundial para adolescentes que usualmente evitaba. Me gustaba comprar ropa vintage por internet o en tiendas de segunda mano, para encontrar piezas retro perfectas; pero Devlish no era mi estilo. Al entrar a la tienda, Wes me preguntó por mi talla, y desde entonces estuvo arrojando ropa al carrito como si estuviera en una especie de concurso de compras rápidas.

Por fin habíamos hecho una pausa en medio de un pasillo, entre las lentejuelas, los vestidos formales reveladores y algunos atuendos de negocio “falsos”. Wes vio el contenido de nuestro carrito, mientras sostenía aún un par de artículos, considerándolos, ya fuera asintiendo o negando con su cabeza. Finalmente dijo:

—Creo que tenemos suficiente.

 

Traté de no sonar sarcástica cuando dije:

 

—Probablemente.

 

Me señaló con un dedo y dijo:

 

—Te conozco lo suficiente para saber que esta es mi única oportunidad.

 

—Correcto. —Arrojó pantalones, camisas, unas blusas superlindas y otras no tan lindas; el chico estaba pensando en todas las posibilidades—. Pero ¿por qué tanto blanco?

Wes empujó el carrito hacia un enorme estante con camisetas dobladas y dijo:

 

—La gente pelirroja se ve bien de blanco. ¿No deberías saberlo?

 

Me limité a seguirlo, intentando no sonreír ante su confianza en sus creencias sobre moda.

 

—No me enteré de eso.

 

Agarró un puñado de camisas y las agregó a nuestra pila.

 

—Blanco y verde, amiga. Esos son tus colores.

 

No pude evitar reírme.

 

—Anotado.

Dejó de comprar como loco por un segundo y me sonrió. Sus ojos cálidos recorrieron mi rostro. Me recordó a la mirada con la que Rhett veía a Scarlett en Lo que el viento se llevó, cuando intentaba ajustar su nuevo bonete. Era una mirada que confirmaba que no sabía lo que hacía, y que sabía que se veía ridículo. Pero no le importaba porque lo estaba disfrutando.

Era extraño, pero parte de mí pensaba que podría ser el caso con Wes. No es que le gustara-gustara, pero sentía que disfrutaba de nuestros duelos verbales. Honestamente, yo también, cuando no decía algo que me hacía querer ahorcarlo. Extendió una mano y agarró una camisa de franela del estante. No iba a servir para la primavera, pero no quise decir nada. Simplemente me acomodé el cabello detrás de las orejas y lo dejé terminar.

No se me escapó el hecho de que nuestra salida de compras, casi como un cambio de imagen, era exactamente como lo había imaginado; pero era más La cruda verdad que Ella es así. Me recordó tanto a Mike llevando a Abby de compras que fue casi gracioso, sólo que Wes no era el protagonista, y yo no me estaba enamorando de él.

—¿Crees que sea hora de ir al probador? —preguntó.

—Gracias a Dios, al fin terminaste.

—Sí.

Se dirigió hacia el vestidor, recargando su gran cuerpo sobre el carrito, y me impresionó un poco su concentración. No le prestó atención a nadie desde que llegamos a la tienda, y había muchas chicas en este lugar. Chicas que eran su tipo. Pero sólo le importaban las compras.

—¿Liz?

Levanté la mirada y —maldita sea— ahí estaba Joss, saliendo de un vestidor. ¡¿Joss?! ¡Mierda, mierda, mierda! ¡No puede ser! ¿Cómo puede ser posible? No había dónde esconderse, ningún lugar para esconder a Wes, mientras ella me miraba con confusión en su rostro.

—Pensé que estabas trabajando.

            Caminó hacia mí y miró a Wes antes de decir:

—Turno doble, ¿no?

¡Mierda! Me sentí como si me hubieran descubierto haciendo trampa, y quería desaparecer. Pero al mismo tiempo la miré y me di cuenta de que prefería hacer compras sin sentido con Wes que comprar vestidos con ella. Porque no había ataduras con Wes, no había vínculos a cosas dolorosas.

Pero comprar vestidos de graduación, por otro lado, estaba lleno de ataduras melancólicas que me hacían sentir cosas que no quería sentir.

Primero, estaba el hecho de ver a Joss y a su mamá comprar vestidos juntas. Tuve que concentrarme en el hecho de que mi mamá no estaba allí para comprar conmigo. Siguiente, el evento para el que estábamos comprando me hizo reflexionar que mi madre no estaría allí la noche de graduación, para ayudarme a arreglar o tomarme fotos.

Y luego, claro, estaba el vestido. A mi madre le encantaban los trajes de etiqueta, y probarme vestidos con ella hubiera sido un desfile de moda épico, con álbumes de moda hechos en casa y combinaciones de joyería.

—Salí temprano.

Me sentía como una persona horrible. La vi echarle un vistazo al carrito y dije:

—Cuando llegué a casa, el auto de Wes no tenía batería, así que me preguntó si podía acompañarlo al centro comercial. Le va a comprar un regalo a su mamá.

¿Qué estaba pasando? Era alarmante la forma en la que las mentiras salían de mi boca.

—Sé hablar, Buxbaum, ¡Dios! —Me miró y negó con la cabeza hacia Joss.

Le preguntó:

—¿Tienes alguna idea de qué comprarle a mi mamá por su cumpleaños? Liz ha llenado un carrito de ropa pero no me convence.

—Si fuera tú, confiaría en ella.

Acomodó la blusa que sostenía sobre su brazo y dijo:

—Nadie es mejor para dar regalos que Liz.

—¿Estás segura? —Me vio de reojo—. Está usando una falda escocesa, Joss.

Ella empezó a reír, y sentí que todo estaría bien. Le contestó a Wes:

—Tiene un estilo interesante; pero es por elección. Estarás bien.

—Si tú lo dices.

Joss volvió a acomodar la blusa que tenía en el brazo y dijo:

—Llámame más tarde, Liz. Quiero ir a comprar el vestido mañana, y te juro por Dios que me enojaré si me vuelves a cancelar.

—No lo haré.

—¿Me lo prometes?

Estaba lo suficientemente agradecida de que no estuviera molesta por mi día de compras con Wes que lo decía con sinceridad.

—Lo prometo.

Joss se despidió y se dirigió hacia la caja registradora; al segundo que estuvo fuera de alcance, Wes dijo:

—Tú nariz está creciendo como pinocho.

—Cállate.

—Pensé que ustedes eran mejores amigas.

—Lo somos. —Puse los ojos en blanco e hice un gesto para que empujara el carrito hacia los vestidores—. Es complicado.

Se quedó quieto y preguntó:

—¿Cómo?

—¿Qué? —Quería empujarlo y mover ese gran cuerpo, que seguía sin moverse.

—¿Cómo es complicado? —Se mostraba realmente interesado.

¿Podría ser que en verdad le importara? Suspiré y gruñí un poco, pasando una mano por mi cabello. Una parte de mí quería contarle todo, pero Wes no entendería mi dolor más que Joss.

—No lo sé. A veces me guardo cosas y eso causa tensión.

Wes inclinó su cabeza.

—¿Está todo bien? Me refiero… ¿estás bien?

Su cara lucía, no lo sé, ¿dulcemente preocupada? Era un poco extraño lo sincero que se veía, y algo dentro de mí no lo odiaba. Sacudí una mano y dije:

—Todo estará bien. Y gracias por seguirme la corriente.

—Puedes contar conmigo, Buxbaum. —Me miró por un minuto, como si esperara algo más, pero luego guiñó un ojo y se recargó en el carrito—. Ahora estás en mi equipo.

—Dios me ayude.

Al fin avanzó al área de los vestidores y procedió a sentarse en una de las sillas de espera, estiró sus piernas y cruzó los brazos.

—¿Qué haces? —Entrecerró sus ojos.

—Sentarme.

—Pero ¿para qué? No me los probaré para ti.

—¡Liz, por favor! Si soy responsable de tu cambio de imagen, necesito…

—¡Por Dios! Esto no es un cambio de imagen. ¿Hablas en serio?

A veces era insoportable.

—Estoy tomando tu opinión en cuenta; pero no soy patética y no necesito a Wes Broseph Bennet para cambiar mi imagen.

Me volteó a ver con risa en sus ojos.

—Creo que Michael tenía razón cuando dijo que te ponías muy tensa.

—Eres imposible. Por favor, vete a otro lugar.

—¿Cómo vas a saber cómo se ven si no estoy aquí?

—Tengo ojos.

—Ojos que aprobaron un uniforme de mesera para una fiesta.

—Era un vestido adorable.

—Debatible. ¿Y el uso del pasado significa que no se pudo salvar?

—No, tenía vómito en las bolsas. Me despedí anoche. —Sonrió y se le arrugaron las comisuras de sus ojos.

—Bueno, lo siento. Era un vestido feo, pero no merecía morir.

Volteé los ojos, y la encargada de los vestidores salió a preguntar.

—¿Cuántas piezas?

—Unas cuantas —contestó Wes, al mismo tiempo que yo dije:

—¿Cuántas piezas me puedo probar?

—Ocho.

—¿Sólo ocho? —La voz de Wes se escuchó en toda el área—. Por favor, va a tomar mucho tiempo.

Lo ignoré y tomé ocho piezas hacia el vestidor. La tercera blusa que me probé, una blusa blanca suelta que caía por el hombro de una forma en que se vería bien con una blusa de tirantes debajo, era muy linda. Lo combiné con unos pantalones deslavados que tenían desgaste en ciertas partes, y estaba contenta de que Wes lo hubiera sugerido. Fue capaz de encontrar algo a la moda que me gustara; no podía creerlo. Justo cuando me estaba cambiando a un suéter color esmeralda, lo oí decir:

—¿Te puedes cambiar más rápido? Me estoy quedando dormido.

—¿No tienes que comprar algo mientras me esperas? Creo que vi una promoción para deportistas molestos al inicio.

—¡Ouch! —silbó—. Qué grosera.

—Dame dos minutos y salgo.

—¿En serio? —Sonaba sorprendido.

—En serio.

—Pero apenas vas en los primeros ocho.

Me quité el suéter, me puse mi blusa y mis zapatos mientras me pasaba las manos por el cabello.

—Ya tengo lo que necesitaba, no hay razón para seguir.

Parecía dudoso cuando salí, como que no confiaba en mi respuesta, pero cuando llegamos a la caja registradora, se vio complacido con los artículos que escogí.

—Sigo sin creer que estoy siguiendo tus consejos de moda. Siento que estoy tocando fondo.

Le pasé mi tarjeta al cajero y miré la pila de ropa. Señalé la caja de zapatos que estaba cerca de ella.

—Esos no son míos.

—Tengo excelente gusto. Soy como tu hada madrina. —Señaló los zapatos—. Y esos son mi contribución.

—¿Qué?

Recargó un brazo en el mostrador y le regaló una sonrisa al cajero, que se podía interpretar como “¿Ves lo que tengo que aguantar?”.

—Sé que no tienes Chucks, Libby; y necesitas unos.

—Me compraste zapatos.

—No, zapatos no. Chuck Taylors.

Miré su sonrisa y no supe cómo reaccionar, así que abrí la caja de zapatos.

Wes Bennet me compró zapatos.

Ningún hombre me había comprado algo, y aquí estaba Wes, el vecino antagonista, gastando su propio dinero porque pensó que necesitaba unos Chucks. Toqué la lona blanca.

—¿Cuándo tuviste el tiempo de comprarlos?

—Mientras estabas en el vestidor. —Se veía tierno cuando me sonrió—. Le pedí a Claire que se hiciera cargo.

—¿Quién es Claire?

—La de los vestidores. Pon atención.

El cajero me dio mi recibo y mi bolsa, y seguí sin tener idea de cómo reaccionar. Fue dulce y considerado, y tan no Wes.

—Eh, gracias por los tenis. Yo…

—Compórtate, Buxbaum. —Sonrió tanto que sus ojos se entrecerraron—. Es vergonzoso.

Salimos de la tienda, y antes de que saliéramos del centro comercial, lo hice entrar conmigo a Ava Sun, mi tienda favorita. Era como el estilo de Kate Spade con presupuesto de T. J. Maxx, especialmente en vestidos, faldas y accesorios.

—¡Guau!, es como una versión gigante de tu closet.

Sabía que lo decía como insulto, pero cuando iba de camino a las ofertas, dije:

—Gracias.

—Me refiero a que se siente como una pesadilla.

Lo ignoré mientras pasaba la ropa de los estantes de ofertas.

—Una pesadilla real. Monstruos y duendes, y vestidos feos.

—Guarda silencio. Estoy tratando de comprar.

Encontré una repisa de ofertas y empecé a buscar mientras Wes se recargaba en la pared y miraba su celular. Una parte de mí se preguntaba si ser molesto era su forma de coquetear. Digo, de otro chico podría ser, pero estábamos hablando de Wes. Siempre se burlaba de mí, así que ¿por qué me lo debería tomar de otra forma? Era su manera de ser.

—¡Guau! Ese vestido es demasiado Liz Buxbaum.

—¿Hum? Volteé a verlo y estaba señalando a un maniquí.

—Ese vestido es demasiado tú.

Seguí su vista al maniquí y me sorprendí. Para aclarar, no estaba señalando a cualquier maniquí. Estaba señalando a mi maniquí, el que tenía el vestido tejido pata de gallo, el vestido del cual me enamoré cuando llegó hace dos semanas.

El vestido que había visto por internet más de veinte veces desde ese día.

Era un poco caro, así que me obligué a esperar hasta mi cumpleaños para pedírselo a mi papá como regalo, pero había algo sobre el hecho de que Wes lo mirara y dijera que era “yo” que me hizo sentir… algo. Me hizo feliz.

—De hecho, amo ese vestido.

—¿Ves? Para ser un hada madrina soy muy intuitivo.

 

 

Lynn Painter / Virginia, Estados Unidos, 1971. Ha desarrollado su trayectoria literaria en el ámbito de la comedia romántica, género que escribe tanto para jóvenes como para adultos. Actualmente reside en Nebraska junto a su marido e hijos. Es columnista en el Omaha World-Herald, el diario principal del área metropolitana de Omaha, Nebraska. La producción de Painter la componen títulos como Mr. Wrong Number, The Do-Over y Betting on You. En 2023 Better Than the Movies vio la luz en castellano bajo el título Mejor que en las películas, y se convirtió en la primera de sus obras en llegar a España.

 

Alejandra Lizbeth Chávez Rivera / Ensenada, Baja California, 1998. Graduada como licenciada en Traducción. Ejerce en empresas de serigrafía, en las que se desempeña como coordinadora de licencias. Se involucró con la traducción por casualidad, ya que escoger una carrera a los 18 años le parecía inútil; no creía que era lo suficientemente madura para elegir una profesión para toda la vida. Al terminar la carrera, volvió a interesarse por gusto propio en la lectura y decidió investigar más sobre la traducción de textos literarios.


A Series of Unfortunate Events: The Bad Beginning, Lemony Snicket (Daniel Harper)

Una serie de eventos desafortunados: Un inicio infame (fragmento)

Traducción de Alejandro Ehécatl Correa Cerón

 

 

Nota del traductor

Desde mi niñez, mis padres me inculcaron un gran aprecio por el arte y la literatura, y me acercaron a una infinidad de obras en español, inglés y otros idiomas, pero esta serie de libros son de los que más he llevado conmigo en múltiples momentos de mi vida: por un lado, porque incluso de pequeño pensaba que traducir los anagramas y pistas ocultas entre sus páginas representaba un reto increíble que algún día lograría resolver; por otro lado, porque el autor gradualmente me impregnó de su misterio, su estilo de escritura y su afán por la intertextualidad. 

Es por ese motivo que escogí este capítulo; porque tiene ese estilo narrativo que me atrapó desde el primer momento y que sigo disfrutando cuando leo esta colección, pero que, no obstante, se vuelve una tarea pesada desde la perspectiva del traductor: ¿cómo mantener un balance en el registro, para respetar la solemnidad del narrador, si se trata (en primera apariencia) de un libro para niños? O bien, ¿se pueden (o deben) mantener las aliteraciones construidas en inglés, pero difícilmente trasladables al español? 

De este modo, me permito aventurar la primera de mis ideas cuando tuve este libro en mis manos: ¿Por qué “Un mal principio” o “El mal comienzo”, cuando podríamos escribir “Un inicio infame” y mantener la misma letra con la que inician ambas palabras, como en el idioma original? Si bien siempre habrá que tomar decisiones ejecutivas y perder algunas batallas estilísticas al traducir, al menos podríamos sumarnos una victoria más.

 

Capítulo 2

Sería inútil que intentara explicarte lo devastadores que fueron los siguientes días para Violet, Klaus e incluso Sunny. Si alguna vez has sufrido la pérdida de alguien muy importante para ti, ya sabes lo que se siente; y si no, créeme que ni siquiera puedes imaginarlo. Cabe destacar que el caso de los hermanos Baudelaire fue indudablemente más trágico, pues habían perdido a sus dos padres a la vez, así que su tristeza fue tan profunda que durante varios días apenas lograron salir de la cama. Klaus perdió casi todo interés por los libros; los engranajes de la mente creativa de Violet parecían haberse detenido; incluso Sunny mordía las cosas con menos entusiasmo, a pesar de que no cabe duda de que era demasiado pequeña para comprender lo que ocurría.

Desde luego, el hecho de que también habían perdido su hogar y todas sus pertenencias tampoco les resultaba fácil. Como seguramente sabrás, estar en tu propia habitación, recostado en tu propia cama, a menudo puede ayudar a que una situación deprimente se vuelva un poco más soportable, pero lo único que quedaba de las camas de los huérfanos Baudelaire eran restos carbonizados. El señor Poe los había llevado a las ruinas de la mansión Baudelaire para comprobar si algo había sobrevivido, pero la escena era desgarradora: el microscopio de Violet se había deformado con el calor del incendio; la pluma preferida de Klaus se había reducido a cenizas, y todas las mordederas de Sunny se habían derretido. Esparcidos entre los escombros, los niños lograban distinguir vestigios de la enorme casa que sus corazones recordaban: los restos de su majestuoso piano, una elegante botella en la que el señor Baudelaire guardaba su brandy o el cojín quemado del asiento ubicado junto a la ventana donde su madre acostumbraba leer. 

Tras la destrucción de su hogar, los Baudelaire tuvieron que afrontar su terrible pérdida en la residencia de los Poe, un lugar que distaba mucho de ser acogedor. El señor Poe casi nunca estaba en casa, pues dedicaba la mayor parte del tiempo a gestionar los asuntos de los Baudelaire; sin embargo, cuando sí estaba, su constante tos le impedía mantener una conversación. Por su parte, la señora Poe les había comprado ropa de colores grotescos y que les producía comezón. Por si fuera poco, los hijos de los Poe, Edgar y Albert, eran dos niños escandalosos e insoportables, con quienes los Baudelaire debían compartir una diminuta habitación con un penetrante aroma a una flor desagradable. 

Pero incluso en esas circunstancias, los niños tuvieron sentimientos encontrados cuando el señor Poe les anunció que se mudarían de su casa a la mañana siguiente, mientras se alimentaban de una insípida cena de pollo hervido, papas hervidas y ejotes escaldados (aquí la palabra “escaldados” quiere decir “hervidos”).

—Genial —dijo Albert con un trozo de papa atascado entre sus dientes—. Al fin podremos recuperar nuestra habitación; estoy cansado de compartirla porque Violet y Klaus siempre están deprimidos y no saben divertirse. 

—Y la bebé muerde —añadió Edgar mientras arrojaba un hueso de pollo al suelo, como si fuera un animal en un zoológico y no el hijo de un respetable banquero. 

—¿A dónde iremos? —preguntó Violet con inquietud. 

El señor Poe se dispuso a hablar, pero un repentino ataque de tos lo interrumpió. 

—He hecho los arreglos necesarios —dijo al cabo de un momento— para que los cuide un pariente lejano que vive al otro lado de la ciudad: el Conde Olaf.

Violet, Klaus y Sunny intercambiaron miradas, sin saber qué pensar. Por un lado, no deseaban permanecer más tiempo con los Poe; por el otro, jamás habían escuchado nada acerca del Conde Olaf y no tenían idea de qué clase de persona sería. 

—El testamento de sus padres —continuó el señor Poe— estipula que su crianza debe realizarse de la manera más amena posible para ustedes: aquí en la ciudad crecerán en un entorno conocido, y el Conde Olaf es el único familiar que reside en la zona urbana.

Klaus reflexionó por unos segundos mientras masticaba un trozo de ejote difícil de tragar. 

—Pero nuestros padres jamás mencionaron al Conde Olaf en vida. ¿Exactamente qué parentesco tiene con nosotros? 

El señor Poe suspiró y dirigió su mirada hacia Sunny, que mordía un tenedor mientras escuchaba con atención. 

—Es un primo tercero con cuatro generaciones de diferencia o un primo cuarto con tres generaciones de diferencia: no es su pariente más cercano en la línea de parentesco, pero sí es el más cercano en términos de distancia geográfica. Por eso…

—Si vive en la ciudad —interrumpió Violet—, ¿por qué nuestros padres nunca lo invitaron a casa? 

—Tal vez porque siempre estaba muy ocupado —respondió el señor Poe—. Se dedica a la actuación y viaja con frecuencia por el mundo con distintas compañías de teatro. 

—Creí que había dicho que era un conde —señaló Klaus.

—Y así es: es un conde y también un actor —afirmó el señor Poe—. Ahora bien, no es mi intención apresurar nuestra cena, pero ustedes deben empacar sus cosas y yo tengo que regresar al banco para continuar con mi trabajo. Al igual que su nuevo tutor legal, yo también tengo una agenda muy ocupada. 

Los tres niños Baudelaire querían hacerle muchas más preguntas al señor Poe, pero él ya se había levantado de la mesa y, con un breve ademán, se despidió antes de salir de la habitación. Escucharon su tos, ahogada con su pañuelo, y luego el crujido de la puerta principal de la casa conforme se cerraba tras su partida. 

—Bueno —dijo la señora Poe—, será mejor que ustedes tres empiecen a hacer sus maletas. Edgar, Albert, ayúdenme a recoger la mesa, por favor. 

Los huérfanos Baudelaire se dirigieron con una expresión sombría a la habitación y empacaron sus escasas pertenencias: Klaus miraba con repulsión cada espantosa camisa que la señora Poe le había comprado, conforme las doblaba y las guardaba en su pequeña maleta; Violet recorrió con su vista la estrecha y fétida habitación en la que habían estado viviendo, mientras que Sunny gateaba con determinación para morder cada uno de los zapatos de Edgar y Albert, para dejarles pequeñas marcas de sus dientes y asegurarse de que siempre la recordarían. Cada cierto tiempo, los niños Baudelaire se miraban entre sí, pero la incertidumbre sobre su futuro era tal que no encontraban nada que decir. Una vez acostados, pasaron la noche inquietos y dando vueltas en la cama, sin lograr conciliar el sueño entre los estruendosos ronquidos de Edgar y Albert, y la angustia de sus propios pensamientos. Al llegar la mañana, el señor Poe llamó a la puerta y se asomó al cuarto: 

—Hora de levantarse, Baudelaires —anunció—. Ha llegado el momento de llevarlos con el Conde Olaf. 

Violet le echó un último vistazo a la abarrotada habitación y, aunque nunca le había gustado, sintió un nudo en el estómago ante la idea de marcharse de ahí. 

—¿Tenemos que irnos justo en este momento? —preguntó con inquietud.

El señor Poe abrió la boca para responder, pero un acceso de tos lo interrumpió varias veces antes de que pudiera hablar. 

—Sí, debemos irnos ya: los dejaré en su nuevo hogar de camino al banco, así que necesitamos salir cuanto antes. Levántense y vístanse, por favor —ordenó enérgicamente. 

La palabra “enérgicamente”, en este caso, significa “con la firme intención de apresurar a los Baudelaire para que se fueran de su casa lo más rápido posible”.

Los huérfanos Baudelaire dejaron la casa atrás conforme el automóvil del señor Poe traqueteaba sobre las calles adoquinadas de la ciudad, mientras se dirigían al vecindario donde se encontraba la residencia del Conde Olaf. En el camino, condujeron junto a motocicletas y carruajes tirados por caballos junto a las Dehesas Doldrum; transitaron también por la Fuente Frívola, en donde jugaban algunos niños pequeños, un monumento con un sinfín de elaborados ornamentos que arrojaba agua de vez en cuando, y pasaron por un enorme cúmulo de tierra que representaba el único vestigio de lo que alguna vez habían sido los Jardines Reales. Al cabo de un rato, el señor Poe se dirigió hacia un estrecho callejón flanqueado por casas construidas con ladrillos descoloridos, y se detuvo al llegar a la mitad de la cuadra.

—Hemos llegado —anunció el señor Poe con un tono que intentaba sonar entusiasta—: su nuevo hogar.

Los niños Baudelaire se asomaron por la ventana del automóvil y divisaron la casa más hermosa de la manzana: sus ladrillos estaban impecablemente limpios y, a través de sus amplias ventanas abiertas, se alcanzaba a distinguir una colección de plantas meticulosamente cuidadas. En el umbral de la puerta se encontraba una mujer mayor que, vestida con elegancia y con su mano apoyada sobre un reluciente pomo de bronce, les sonreía a los niños mientras sostenía una maceta con su otra mano. 

—¡Hola a todos! —saludó con entusiasmo—. Ustedes deben ser los niños que el Conde Olaf va a adoptar. 

Violet abrió la puerta del automóvil y se bajó para estrechar la mano de la mujer: su apretón se sentía firme y cálido y, por primera vez en mucho tiempo, Violet tuvo la sensación de que tal vez las cosas mejorarían para ella y sus hermanos. 

—Así es —asintió ella—: somos los Baudelaire. Mi nombre es Violet, él es mi hermano Klaus y ella es mi hermana Sunny. Este es el señor Poe, quien se ha encargado de hacer los arreglos necesarios desde que nuestros padres murieron. 

—Sí, supe del accidente —afirmó la mujer mientras intercambiaban saludos—. Pueden llamarme Jueza Strauss.

—¡Qué nombre tan peculiar! —comentó Klaus.

—No es mi nombre —aclaró ella—, sino mi título. Soy jueza en el Tribunal Supremo. 

—¡Fascinante! —se sorprendió Violet—. ¿Y está casada con el Conde Olaf?

—¡Dios mío, por supuesto que no! —exclamó la Jueza Strauss—. En realidad, apenas lo conozco: sólo es mi vecino.

Los Baudelaire miraron de nuevo la pulcra casa de la Jueza Strauss antes de dirigir su mirada hacia la destartalada vivienda contigua, cuyos ladrillos estaban ennegrecidos por el hollín y la suciedad. Un par de ventanas diminutas eran el único adorno de la fachada, pero las persianas estaban cerradas a pesar de que el día era hermoso. Sobre las ventanas se alzaba una torre alta y mugrienta que se inclinaba sutilmente hacia la izquierda. La puerta principal necesitaba una nueva capa de pintura y tenía tallado un gran ojo en el centro. El edificio entero se hundía hacia un costado como si fuera un diente torcido.

—¡Oh! —exclamó Sunny, aunque todos entendieron, sin lugar a duda, lo que quería decir: “¡Qué espantoso lugar! ¡No quiero vivir ahí!”. 

—Bueno, ha sido un placer conocerla —le dijo Violet a la Jueza Strauss. 

—Lo mismo digo —respondió la Jueza Strauss mientras hacía un gesto para señalar una de sus macetas—. Tal vez algún día puedan venir y ayudarme con mi jardín. 

—Nos encantaría —admitió Violet con profunda tristeza. Claro que le encantaría ayudarle a la Jueza Strauss con su jardín, pero lo que realmente le gustaría sería vivir en su hogar en vez de la casa del Conde Olaf. Violet se cuestionaba para sus adentros qué clase de persona tallaría un ojo en la puerta de su casa.

El señor Poe se despidió de la Jueza Strauss con un leve gesto de su sombrero. Ella les sonrió a los niños antes de perderse en su encantadora casa. Klaus dio un paso adelante y llamó a la puerta del Conde Olaf con un par de golpes justo en el centro del ojo tallado. Tras unos segundos de silencio, la puerta se abrió con un crujido y por primera vez los Baudelaire se encontraron cara a cara con el Conde Olaf.

—Hola, hola, hola —murmuró el Conde Olaf con un tono áspero y jadeante. 

Era un hombre altísimo y extremadamente delgado que vestía un traje gris cubierto de múltiples manchas oscuras. Su rostro estaba escondido tras una barba desaliñada y, en lugar de las dos cejas que tienen la mayoría de las personas, tenía una sola ceja larga que se extendía de un lado al otro sobre su frente. Sus ojos resplandecían con una intensidad inquietante, lo que le confería un aire voraz y furioso—. Bienvenidos, Baudelaires. Por favor, pasen a su nuevo hogar. Límpiense los zapatos afuera para no ensuciar la casa con lodo. 

Mientras cruzaban el umbral de la casa con el señor Poe a sus espaldas, los huérfanos Baudelaire se dieron cuenta de lo absurdo que había sido el comentario del Conde Olaf: la habitación en la que se encontraban era la más sucia que habían visto en su vida, por lo que un poco de lodo del exterior no habría representado diferencia alguna. Incluso con la escasa iluminación de la solitaria y raquítica bombilla que colgaba del techo, los niños alcanzaban a ver con claridad que toda la habitación era repugnante: desde la cabeza disecada de un león que estaba clavada en la pared, hasta el tazón repleto de restos de corazones de manzana que yacía sobre una diminuta mesa de madera. 

Klaus luchó por contener sus lágrimas mientras observaba el lúgubre lugar. 

—Parece que esta habitación necesita algunas reparaciones —afirmó el señor Poe mientras intentaba distinguir algo entre la penumbra. 

—Estoy consciente de que mi humilde morada no es tan espléndida como la mansión Baudelaire —dijo el Conde Olaf—; pero quizás con un poco de su fortuna podríamos embellecerla para que se vea más presentable. 

Los ojos del señor Poe se abrieron de par en par por la sorpresa y su tos resonó en la oscura habitación antes de que pudiera hablar.

—La fortuna Baudelaire —declaró con severidad— no se utilizará con ese propósito. De hecho, no se utilizará en lo absoluto hasta que Violet alcance la mayoría de edad.

El Conde Olaf le lanzó una mirada fulminante al señor Poe, cual perro iracundo. Tal fue su ferocidad que, por un breve instante, Violet pensó que le daría una bofetada; sin embargo, después de tragarse su saliva (mientras los niños observaban cómo su manzana de Adán subía y bajaba en el escuálido cuello), se encogió de hombros con apatía. 

—Bien, bien, como sea —replicó—. Me da igual. Muchas gracias por traerlos, señor Poe. Síganme, niños; los llevaré a su habitación. 

—Hasta luego, Violet, Klaus y Sunny —se despidió el señor Poe mientras se retiraba hacia la puerta principal—. Espero que sean muy felices aquí. Los visitaré de vez en cuando, pero siempre pueden buscarme en el banco si necesitan algo.

—Pero ni siquiera sabemos dónde está el banco —dijo Klaus. 

—Yo tengo un mapa de la ciudad —refunfuñó el Conde Olaf—. Adiós, señor Poe. 

Se inclinó hacia adelante para cerrar la puerta, mientras los huérfanos Baudelaire estaban tan sumidos en la desesperación que no alcanzaron a ver al señor Poe por última vez. En ese momento, incluso preferían quedarse en la casa de los Poe, a pesar de su desagradable olor. En lugar de alzar la vista hacia la puerta, los hermanos bajaron la mirada y se dieron cuenta de que, aunque el Conde Olaf llevaba zapatos, no estaba usando calcetines, y de que en el pequeño espacio de pálida piel que se asomaba entre el deshilachado dobladillo de su pantalón y el borde de su negro zapato se veía un tatuaje: un ojo, idéntico al que estaba tallado en la puerta de su casa; y no pudieron evitar preguntarse cuántos ojos más podrían estar escondidos en la casa del Conde Olaf y si, por el resto de sus vidas, vivirían con la constante sensación de que él los espiaba incluso en su ausencia.

 

Daniel Handler / San Francisco, Estados Unidos, 1970. Escritor mejor conocido con su seudónimo, Lemony Snicket. Estudió en la Universidad Wesleyana y se ha destacado por su estilo irónico y oscuro en literatura infantil y juvenil. Es mundialmente famoso por la serie Una serie de eventos desafortunados, que le ha valido reconocimiento crítico y popular. Además, ha escrito novelas para adultos, como The Basic Eight y We Are Pirates. Su obra ha sido adaptada al cine y la televisión, lo que lo ha consolidado como una figura influyente en la narrativa contemporánea para jóvenes lectores.

 

Alejandro Ehécatl Correa Cerón / Monterrey, Nuevo León, 1991. Químico de profesión, docente de vocación y aspirante a traductor por pasión propia y un interés ávido por los idiomas. Se desempeña como profesor de preparatoria de matemáticas, ciencias, tecnología y lenguas extranjeras, debido a su diverso perfil, pero se caracteriza por siempre aprender algo nuevo: recientemente, su afinidad por los idiomas y la lingüística lo han llevado a capacitarse en diversas áreas de la traducción, para cumplir su sueño de traducir todas aquellas canciones, versos e historias que consideraba intraducibles en su niñez.


The dogs of Babel, Carolyn Parkhurst 

Los perros de Babel (fragmento)

Traducción de Anaïs García Salinas

 

Nota de la traductora

Esta obra de ficción me atrajo desde su título, por reunir temas que siempre me ha gustado explorar. Aunque la primera vez la leí como libro electrónico, no me podía faltar entre mis libros físicos. Y es que el misterio que se desarrolla en la historia, a la par de los intentos de un experto en lenguaje por descifrar la manera de enseñar a hablar a su perra, fue una combinación que me gustó encontrar en un libro. Considero que si las mascotas pudieran comunicarse, nos darían respuestas que probablemente no estamos preparados para escuchar. En cuanto a su traducción, intenté mantener el sentimiento de desesperación e impotencia del protagonista por saber lo que le había sucedido a su esposa, así como el hecho de realzar la importancia de la compañía que encontraba en su perra Lorelei.

 

Los perros de Babel (fragmento)

 

Esto es lo que sabemos quienes podemos hablar para contar la historia. La tarde del 24 de octubre, mi esposa Lexy Ransome trepó a la cima del manzano que está en nuestro jardín y cayó, lo que le causó la muerte. No hubo testigos, sólo nuestra perrita Lorelei. Sucedió por la tarde en un día entre semana, por lo que ninguno de nuestros vecinos estaba en casa, sentado en la cocina, con las ventanas abiertas para poder escuchar si mi esposa gritó, se quejó o hizo algún ruido en ese momento. Nadie estaba en su patio disfrutando del clima cálido, de forma que nadie vio si su cuerpo se tambaleó antes de caer al suelo, si intentó enderezarse en el aire o si sólo levantó sus brazos al cielo.

Cuando ocurrió, me encontraba en la biblioteca de la universidad investigando para un artículo que estaba escribiendo para un congreso. Esa noche tenía que dar un seminario. De no haber llamado a casa para contarle a Lexy algo interesante que había leído sobre una película que ella quería ver, habría dado mi clase, y después habría ido por una cerveza con mis estudiantes de posgrado, como cada semana, y habrían transcurrido algunas horas de lo más normal, en la feliz ignorancia de que mi patio estaba lleno de policías hincados en el pasto.

Sin embargo, llamé a casa y un hombre respondió el teléfono.

—Residencia Ransome —dijo él.

Confundido, me quedé callado por un momento. Repasé mi catálogo mental de voces masculinas, amigos y familiares que tal vez estuvieran en casa por una u otra razón; pero ninguna se parecía a la que acababa de escuchar del otro lado de la línea. También me desconcertaba un poco la frase “Residencia Ransome”. Mi apellido es Iverson, por lo que escuchar a un hombre desconocido hablar de mi casa como si solo Lexy viviera ahí me dio una extraña sensación, como si de un momento a otro me expulsaran de mi propia vida.

—¿Puedo hablar con Lexy? —dije finalmente.

—¿Quién la busca? —respondió el hombre.

—Soy su esposo. Paul… Iverson.

—Sr. Iverson, soy el detective Anthony Stack. Necesito que venga a casa inmediatamente. Hubo un accidente.

Por lo visto, Lorelei era la responsable de que la policía estuviera ahí. Cuando nuestros vecinos comenzaron a regresar a casa, provenientes del trabajo, escucharon los aullidos largos y lastimosos en nuestro jardín. La mayoría de ellos conocían a Lorelei y estaban acostumbrados a su ladrido fuerte, grave y profundo cuando perseguía ardillas y pájaros por todo el jardín. Pero nunca la habían escuchado hacer un sonido como el de ese día. Nuestro vecino del lado izquierdo de la casa, Jim Perasso, fue el primero en asomarse por encima de la cerca y ver lo que había sucedido. Ya había oscurecido, los días se estaban haciendo más cortos y anochecía cada vez más temprano; sin embargo, mientras Lorelei corría frenéticamente entre el manzano y la puerta trasera de la casa, se activaban las luces con sensor de movimiento. Cada que Lorelei daba una vuelta, se detenía para empujar el cuerpo de Lexy con su nariz y se quedaba ahí hasta que las luces se apagaban. Entonces reanudaba su carrera por todo el patio, lo que encendía las luces de nuevo. Fue durante este parpadeo de luces que Jim pudo ver a Lexy debajo del árbol y llamó al 911.

Cuando llegué, había cinta amarilla de la policía delimitando la puerta del patio, y el hombre con quien había hablado por teléfono se me acercó mientras cruzaba el césped. Se presentó de nuevo y me llevó a la sala para que nos sentáramos. Lo seguí torpemente, mientras todas las preguntas que intentaba hacerle se me amontonaban por el miedo; incluso parecía que mi respiración se detenía. Creo que sabía lo que estaba por venir. La casa ya se sentía quieta y vacía, como si se hubieran llevado todas las complicaciones de los vivos que habitaban ahí cuando me fui. Incluso Lorelei se fue; Control de Animales la sedó y se la llevó sólo por esa noche.

El detective Stack me contó lo que había sucedido mientras me sentaba ahí, inmóvil.

—¿Tiene alguna idea de qué pudo estar haciendo su esposa en el árbol? —me preguntó.

—No lo sé —respondí. 

En todo el tiempo que la conocí ella nunca mostró interés en trepar a los árboles, y este no era uno tan sencillo como para empezar a hacerlo. El manzano en nuestro patio era inusualmente alto, un monstruo en comparación con las demás variedades enanas que podías ver en huertos y granjas en donde cada quien cosecha sus frutos en otoño. Lo habíamos descuidado, al no podarlo ni una sola vez en el tiempo que teníamos viviendo ahí, y había crecido a una altura desmesurada de siete o nueve metros. No era capaz de imaginar ni un poco lo que ella pudiera haber estado haciendo ahí arriba. El detective Stack me observaba cuidadosamente.

—Tal vez quería recoger algunas manzanas —dije de manera poco convincente.

—Parece que es la explicación más lógica, ¿cierto? —Me miró un momento y después miró hacia el suelo—. Para nosotros está muy claro que su esposa tuvo un accidente, pero en casos como este, en donde no hay testigos, necesitamos hacer una breve investigación para descartar que se trate de un suicidio. Tengo que preguntarle: ¿vio a su esposa deprimida últimamente? ¿Alguna vez mencionó el suicidio, aun sin darle mucha importancia?

Negué con la cabeza.

—Yo tampoco creía que fuera algo así —dijo—. Pero tenía que cuestionarlo.

Cuando los hombres en el patio terminaron de tomar fotografías y recolectar evidencias, el detective Stack habló con ellos y me notificó que estaban satisfechos con lo que habían recabado. Sin duda alguna se trataba de un accidente. Según me explicaron, hay dos formas de caer, y cada una cuenta una historia distinta. Una persona que salta desde una gran altura, incluso tan alto como de un séptimo u octavo piso, puede controlar la forma en la que va a caer. Si cae de pie, puede tener lesiones graves en las piernas y en la columna, pero tiene posibilidades de sobrevivir. Y si no sobrevive, entonces la forma tan específica en que sus huesos se rompen, la manera en que los tobillos y las rodillas se destrozan por la presión del impacto nos indican que su salto fue intencional. 

Sin embargo, una persona que alcanza las ramas más altas del manzano, a unos ocho metros del suelo, y pierde pisada no podrá controlar la manera en la que va a caer. Puede que dé una voltereta en el aire y luego caiga boca abajo, boca arriba o de cabeza. Es posible que caiga y tenga la piel intacta, y aun así se rompa todos los huesos y sus órganos internos se hagan pedazos. Así es como decidimos cuál es un accidente y cuál no. Cuando encontraron a Lexy, yacía boca arriba y con el cuello roto. Por eso sabemos que no saltó.

Más tarde, después de que la policía se fue y se llevaron el cuerpo de Lexy, salí al patio. Bajo el árbol, estaban las manzanas esparcidas que se habían caído. ¿Será que Lexy había trepado al árbol para cosechar las últimas manzanas antes de que se pudrieran en las ramas? Tal vez estaba horneando algo; o tal vez iba a ponerlas en un tazón bonito en algún lugar al que le diera el sol, para que las comiéramos. Las recogí con cuidado y las llevé adentro. Las mantuve en la mesa de la cocina hasta que comenzaron a deteriorarse, y su olor dulce atrajo moscas.

No fue sino hasta unos días después del funeral que comencé a encontrar algunas pistas. Bueno, tengo dudas en utilizar la palabra pistas, ya que esta deja fuera la posibilidad de que se tratara de auténticas coincidencias o de un análisis exagerado de mi parte. Si digo que encontré pistas, estaría sugiriendo que alguien dejó un cuidadoso rastro de pequeños fragmentos de información, con el fin de llevarme a una conclusión tan oculta y a la vez tan obvia que no cabría duda sobre su exactitud. No espero tener esa suerte. En su lugar, diré que comencé a descubrir algunas anomalías e incongruencias que sugerían que el día en que Lexy murió no había sido un día común.

La primera de estas anomalías tenía que ver con nuestros libreros. Lexy y yo éramos grandes lectores, y nuestros libreros, imagino que como todos los demás, estaban organizados sin mucho esmero, de acuerdo con una variedad de sistemas distintos. En algunas repisas, los libros estaban agrupados por tamaño, los más grandes y coloridos estaban en la más baja; mientras que los de tapa blanda, para el público en general, se encontraban metidos en espacios donde ningún otro podría caber. Había otros tantos apilados por materia; por ejemplo, todos nuestros libros de cocina estaban en la misma repisa. De todas formas, esta clasificación sería demasiado minuciosa para llevarla muy lejos. Finalmente, estaban sus libros y los míos. Libros en los que se reflejaban nuestros intereses personales y que nos pertenecían incluso antes de que nos casáramos, y que terminaron en sus respectivas secciones. Fuera de ahí, lo demás era un revoltijo. Aun así, llegué a tener una noción de dónde iba cada libro. Tenía la idea de que había visto la novela que me encantaba cuando tenía veinte años, reposando cómodamente entre un libro de poemas que nos dieron como regalo de bodas y un libro de ciencia ficción que leí en la playa durante un verano. Si me preguntaran en dónde podrían encontrar un libro de texto en el que soy coautor, apuntaría directamente entre una biografía de los Beatles y un libro sobre cómo elaborar tu propia cerveza. Así es como supe que Lexy reacomodó los libros antes de morir.

La segunda anomalía tenía que ver con Lorelei. Según lo que pude descifrar, parecía que Lexy había sacado un filete del refrigerador, el que habíamos planeado asar esa noche, y se lo había dado a la perrita. Al principio pensé que se lo había comido ella, y que sólo le había dado a Lorelei el hueso para que lo mordisqueara, pues lo encontré varios días después en la esquina de la recámara. La cosa es que no había platos o cubiertos sucios, solamente estaba en la estufa el sartén para freír que ella misma había puesto ahí. 

El lavavajillas estaba cerrado, ya que sólo había sido utilizado en la mañana después del desayuno; cuando lo abrí pude ver que los platos estaban como yo mismo los había dejado. No había tocado el lavavajillas, el escurridor de platos estaba vacío, y los secadores ni siquiera se habían usado. Mi conclusión era que una de estas dos cosas había sucedido: que Lexy sorprendió a Lorelei con un festín de carne nunca antes visto, o que el último día de su vida estuvo en la cocina y comió un filete de casi seiscientos gramos usando sólo sus manos. Ahora que lo pienso, me parece que pudiera haber un tercer escenario, uno que pudiera ser el mejor de todos: tal vez las dos compartieron el filete.

A lo mejor estos hechos no significan nada. Después de todo, soy un hombre que está de luto y estoy esforzándome mucho para encontrarle sentido a la muerte de mi esposa. Sin embargo, la evidencia que descubrí es lo suficientemente extraña como para hacerme querer averiguar lo que realmente sucedió ese día, incluso si el antojo de esas manzanas en verdad llevó a mi esposa a trepar a la cima de ese árbol. Lorelei es mi testigo, no sólo de la muerte de Lexy, sino de todos los hechos que le precedieron. Ella veía a Lexy hacer sus cosas cada día y cada noche. Ella estaba ahí, todo el tiempo de nuestro matrimonio, desde el primer día hasta el último. Es simple, ella sabe cosas que yo no sé. Siento que debo hacer lo que sea necesario para desvelar ese conocimiento.

 

Carolyn Parhurst / Manchester, Estados Unidos, 1971. Cursó la Licenciatura en Letras de la Universidad Wesleyana y el Máster en Escritura Creativa de la Universidad Americana. Es autora de dos best-sellers: The dogs of Babel y Lost and Found, celebrados ambos por el New York Times. Además, ha publicado cuentos en revistas como North American Review o Crescent Review. Actualmente vive en Washington, D. C., con su esposo y sus dos hijos.

 

Anaïs Berenice García Salinas / Monterrey, Nuevo León, 1987. Licenciada en Lingüística Aplicada con énfasis en Traducción por la UANL. Se dedica a la enseñanza de la lengua inglesa y de los estudios de traducción. Tiene preferencia por proyectos de traducción de textos científicos y novelas de misterio, además de trabajos de edición y corrección. Tiene un gusto especial por la literatura, el café, el metal sinfónico y los perros. 


Almond, Won-pyung Sohn

Almendra (fragmento)

Traducción de Linda Ximena Márquez Domínguez

 

Nota de la traductora

Mi gusto y mi pasión por la cultura coreana me han llevado a explorar diferentes campos, y la lectura no ha sido la excepción. Almendra es una historia que desde el primer instante captó mi atención. Esta obra habla acerca de la alexitimia, un trastorno mental que se presenta en los primeros años de la infancia y que se caracteriza por la incapacidad de identificar y expresar emociones, un tema que no conocía antes de leer este libro pero que vale totalmente la pena conocer. La autora usa su imaginación para narrar esta historia de una manera que cautive al lector, lo que la hace muy entretenida y fácil de entender. 

Con respecto a la traducción, algunas expresiones coreanas y sus equivalencias en nuestra lengua llegaron a ser un pequeño obstáculo; sin embargo, creo que el mensaje se logra entender con claridad. También quiero agregar que esta es una traducción intermedia, ya que la obra está escrita originalmente en coreano, y mi traducción toma como punto de partida la traducción al inglés que hizo Sandy Joosun Lee. 

 

Almendra (fragmento)

 

Prólogo

Hay almendras dentro de mí.

Y en ti también.

Y también en aquellos a los que amas.

Y aquellos a los que odias.

Nadie puede sentirlas.

Sólo sabes que están ahí.

Esta historia es, en resumen, acerca de un monstruo que conoce a otro monstruo.

Uno de ellos soy yo.

 

No voy a decirte si tiene un final feliz o un final triste.

Porque, primero que nada, toda historia es aburrida una vez que se ha dicho el final.

Segundo, si no te lo cuento te comprometerás más con esta historia.

Por último, y sé que suena como una excusa, ni tú, ni yo, ni nadie puede en realidad saber si una historia es feliz o triste.

 

Primera parte

 

1

Ese día murieron seis personas, y otra resultó herida. Primero fueron mi mamá y la abuela. Después un estudiante universitario que había entrado corriendo a detener al hombre. Después dos hombres en sus cincuentas que habían estado parados en la fila de enfrente, en el desfile del Ejército de Salvación, seguidos de un policía. Finalmente, el hombre mismo. Él había decidido ser la última víctima de su sangrienta matanza. Se apuñaló fuerte en el pecho y, como la mayoría de las otras víctimas, murió antes de que la ambulancia llegara. Simplemente observé cómo sucedía todo frente a mí. Parado ahí con los ojos en blanco, como siempre.

 

2

El primer incidente sucedió cuando tenía seis años. Los síntomas habían estado ahí desde mucho antes, pero fue entonces cuando finalmente salieron a la superficie. Ese día mamá debió de haber olvidado venir a recogerme al preescolar. Más tarde me contó que después de todos estos años había ido a ver a papá, para decirle que finalmente lo dejaría ir, no porque fuera a conocer a alguien más ni nada de eso, sino porque tenía que avanzar. Aparentemente, le había dicho todo eso mientras limpiaba las descoloridas paredes de su mausoleo. Entonces, en lo que su amor finalizaba de una vez por todas, yo, el invitado no deseado de su joven amor, estaba siendo completamente olvidado. 

Después de que todos los niños se fueron, salí del preescolar por mi cuenta. Todo lo que mi yo de seis años podía recordar acerca de su casa era que estaba en algún lugar sobre un puente. Subí al cruce y me quedé parado con mi cabeza colgando sobre el barandal. Vi autos deslizándose debajo de mí. Me recordó a algo que había visto en algún lugar, así que junté tanta saliva en mi boca como fue posible. Apunté a un auto y escupí. Mi saliva se evaporó mucho antes de golpear el coche, pero mantuve mis ojos en la carretera y seguí escupiendo hasta que me sentí mareado. 

—¿Qué estás haciendo? ¡Es asqueroso!

Alcé la cabeza y vi a una señora de mediana edad que pasaba mientras me veía fijamente; luego sólo siguió su camino, se deslizó a mi lado como los autos de abajo y entonces me quedé solo de nuevo. Las escaleras del cruce se dispersaron en todas direcciones. Perdí el rumbo. El mundo que vi debajo de las escaleras era todo del mismo gris, de izquierda a derecha. Un par de palomas batieron sus alas sobre mi cabeza. Decidí seguirlas.

En el momento en que me di cuenta de que estaba yendo en la dirección incorrecta, ya me había alejado mucho. En el preescolar, había aprendido una canción llamada “La marcha de las letras”: Primero verás que pasa la A. Con sus dos patitas muy abiertas al marchar, y así como decía la letra, pensé que, de alguna manera, eventualmente llegaría a mi casa si sólo alzaba los pies y marchaba. Así que me obstiné y continué avanzando con mis pequeños pasos.

La calle principal llevaba hacia un callejón estrecho que estaba alineado por casas viejas, todas esas paredes desmoronadas con números al azar de color rojo carmesí y la palabra “disponible”. No había nadie a la vista. De repente, escuché que alguien gritó “Ah” en voz baja. No estaba seguro si fue “ah” o “uf”. Tal vez fue más un “ay”. Fue un grito corto y en voz baja. Caminé hacia el sonido, que creció a medida que me acercaba más y más, y que después se convirtió en un “uf” y un “puaj”. El sonido venía de la vuelta de la esquina, así que la doblé sin dudarlo. 

Un chico estaba tirado en el suelo. Un pequeño chico cuya edad no pude percibir, pero luego sombras negras se proyectaron sobre él una y otra vez. Había sido golpeado. Los gritos no provenían de él sino de las sombras que lo rodeaban, eran más como gritos de esfuerzo. Lo golpeaban y le escupían. Después, aprendí que sólo eran estudiantes de secundaria, pero en ese entonces, esas sombras se veían altas y grandes como adultos.

El chico no se resistió, ni siquiera produjo algún sonido, como si estuviera acostumbrado a que lo golpearan. Lo estaban empujando de un lado a otro como una muñeca de trapo. Una de las sombras lo pateó en el costado como último golpe. Después se fueron. El chico estaba cubierto de sangre, como un abrigo con pintura roja. Me acerqué a él. Se veía mayor que yo, tal vez tenía unos once o doce años, más o menos me doblaba la edad. Pero seguía sintiendo como si él fuera más joven que yo. Su pecho se agitaba con rapidez, respiraba despacio y con pesadez como un cachorro recién nacido. Era obvio que estaba en peligro. 

Regresé al callejón. Seguía vacío; las letras rojas en las paredes grises eran lo único que perturbaba mis ojos. Después de deambular por un buen rato, finalmente vi una tiendita en la esquina. Deslicé la puerta para abrirla y entré.

—Disculpe.

Juegos familiares estaba en la televisión. El vendedor se estaba riendo tan fuerte mirando el programa que seguro ni siquiera me escuchó. Los invitados en el programa estaban participando en un juego donde una persona que usaba tapones en los oídos tenía que adivinar palabras mirando cómo los otros las articulaban con la boca. La palabra era “trepidación”. No tengo idea de porqué aún recuerdo esa palabra. En ese momento, ni siquiera sabía qué significaba. Una señorita continuaba adivinando mal y dibujaba risas en la audiencia y en el vendedor. Al final se quedó sin tiempo, y su equipo perdió. El vendedor golpeó sus labios, tal vez porque se sintió mal por ella.

—Señor —lo llamé.

—¿Sí? —Finalmente volteó.

—Hay alguien tirado en el callejón.

—¿En serio? —dijo él de forma indiferente y se sentó. 

En la televisión, los dos equipos estaban a punto de participar en otra ronda de un juego de muchos puntos que podía cambiarlo todo. 

—Podría morir —dije al tiempo que jugaba con uno de los paquetes de caramelos chiclosos que estaba acomodado de manera cuidadosa en el estante de exhibición.

—Ah, ¿sí? 

—Sí, estoy seguro. —Ahí fue donde finalmente me miró a los ojos.

—¿Dónde aprendiste a decir cosas tan extrañas? Mentir es malo, hijo.

Me quedé callado un momento, tratando de encontrar las palabras adecuadas para convencerlo. Pero era muy pequeño y no tenía mucho vocabulario, y no podía pensar en nada más cierto que lo que acababa de decir. 

—Podría morir pronto.

Todo lo que podía hacer era repetirlo. 

 

3

Esperé a que terminara el programa mientras el vendedor llamaba a la policía. Cuando me vio jugueteando con los dulces de nuevo, me gritó que me fuera si no iba a comprar nada. La policía tardó un poco en llegar a la escena, pero lo único en lo que podía pensar era en el chico tirado en el piso frío. Ya estaba muerto. 

La cuestión es que era el hijo del vendedor.

 

***

Me senté en la banca de la estación de policía, columpiando mis piernas en el aire. Estas iban y venían, lo que producía una brisa fría. Ya era de noche y me sentía adormilado. Justo cuando estaba a punto de quedarme dormido, la puerta de la estación de policía se abrió y vi a mamá. Ella dejó salir un grito cuando me vio y acarició mi cabeza tan fuerte que me dolió. Antes de que ella pudiera disfrutar el momento de nuestro reencuentro, la puerta se abrió de nuevo y entró el vendedor; lo sostenía un policía. Con su cara cubierta de lágrimas, se lamentaba. Su expresión era muy diferente de cuando estaba mirando la televisión. Se tiró sobre sus rodillas, temblando y golpeando el piso. De repente se puso de pie y gritó, apuntando con el dedo hacia mí. No pude entender exactamente lo que dijo, pero capté algo así como:

—Debiste haberlo dicho en serio, ¡ahora ya es muy tarde para mi hijo!

El policía a mi lado se encogió de hombros. —Qué podría saber un niño de preescolar —dijo y evitó que el vendedor se cayera al suelo. 

Aunque yo no podía estar de acuerdo con el vendedor, había hablado completamente en serio. No sonreí ni una vez ni exageré. No entendía por qué me estaba regañando, pero mi yo de seis años no sabía las palabras necesarias para formular esa pregunta en una oración completa, así que sólo me quedé en silencio. En su lugar, mi mamá alzó la voz por mí, y la estación de policía se convirtió en un manicomio, con el reclamo de un padre que había perdido a su hijo y una madre que había encontrado al suyo.

Esa noche usé mis cubos para jugar como siempre. Tenían forma de jirafa y podían cambiar a un elefante si torcía su cuello largo hacia abajo. Sentí que mamá me miraba, sus ojos escaneaban cada parte de mi cuerpo. 

—¿Te asustaste? —me preguntó.

—No —contesté.

***

Los rumores acerca del incidente —específicamente, de cómo ni siquiera parpadeé al ver a alguien mientras era golpeado hasta la muerte— se esparcieron rápido. Desde ese momento, los miedos de mamá se volvieron realidad uno tras otro. 

Las cosas empeoraron después de que entré a la primaria. Un día, en el camino de la escuela hacia la casa, una niña que caminaba en frente de mí se tropezó con una roca. Me bloqueaba el paso, así que examiné la diadema de Mickey Mouse que estaba usando mientras esperé a que se levantara. Pero sólo se quedó sentada y lloró. Finalmente su mamá llegó y la ayudó a levantarse. Me miró y chasqueó la lengua.

—¿Ves que tu amiga se cae y ni siquiera preguntas si está bien? Así que los rumores son ciertos, hay algo extraño contigo.

No pude pensar en qué decir, así que me quedé callado. Los otros niños sintieron que algo pasaba, así que se reunieron a mi alrededor; sus susurros lastimaban mis oídos. Por lo que sabía, probablemente estaban repitiendo lo que la mamá de la niña había dicho. Ahí fue cuando la abuela llegó a salvarme, apareció de la nada como la Mujer Maravilla y me llevó en sus brazos.

—¡Cuidado con lo que dices! —dijo ella con su voz ronca—. Ella sólo tuvo la mala suerte de tropezar. ¿Quién crees que eres para culpar a mi niño?

La abuela tampoco dejó de decirles algo a los niños. 

—¿Qué están mirando, pequeños mocosos?

Cuando caminamos lejos de ahí, alcé la vista para mirar a la abuela, que apretaba sus labios. 

—Abuela, ¿por qué la gente dice que soy raro?

Sus labios se aflojaron.

—Tal vez porque eres especial. Las personas no soportan cuando algo es diferente, eigoo, mi pequeño monstruo. 

La abuela me abrazó tan fuerte que me dolieron las costillas. Ella siempre me llamaba monstruo. Para ella, eso no era algo malo. 

4

 

Para ser honesto, me tomó un tiempo entender el apodo que la abuela me había puesto con tanto afecto. Los monstruos en los libros no eran adorables. De hecho, los monstruos eran todo lo opuesto a lo adorable. Me pregunto por qué me llamaba así. Incluso después de que aprendí la palabra “paradoja” —que se refería a poner ideas contradictorias juntas— seguía confundido. ¿El énfasis estaba en “adorable” o en “monstruo”? De todas formas, dijo que me llamaba así por amor, y decidí confiar en ella. 

Las lágrimas brotaron de los ojos de mamá cuando la abuela le contó acerca de la niña con la diadema de Mickey Mouse.

—Sabía que este día llegaría… sólo esperaba que no fuera tan pronto…

 

Won-pyung Sohn / Seúl, Corea del Sur, 1979. Escritora y directora de cine. Su debut literario fue en 2017 con su novela Almendra, la cual ganó el premio Changbi de literatura juvenil y se convirtió en un éxito mundial. Otra de sus novelas reconocidas es Born in 1988, que ganó el premio Jeju 4.3 Peace Literary Award. 

 

Linda Ximena Márquez / Xalapa, Veracruz, 2000. Tiene una formación como licenciada en Lengua Inglesa y desde muy pequeña le han apasionado las artes y la traducción. Comenzó su formación profesional en el campo de la traducción en ISETI, a partir de distintos diplomados. Le entusiasma seguir fortaleciendo sus conocimientos y aprendizajes. Actualmente se encuentra aprendiendo coreano, con el propósito de ampliar su campo en los idiomas y la traducción.


Legend of the White Snake, Sher Lee

La leyenda de la serpiente blanca (fragmento)

Traducción de A. Saraí Palma

 

Nota de la traductora

Como ávida lectora de literatura asiática, las novelas con temática de la China antigua o mitología china son mi debilidad. The Legend of the White Snake no es la excepción. A pesar de no ser parte del fenómeno danmei, un género literario chino que presenta relaciones románticas entre hombres, esta novela es altamente influenciada por el folclor del gigante asiático, así como por su contexto histórico. Otro parámetro para considerar es la investigación de la famosa leyenda homónima al título del libro, que narra la historia romántica entre un hombre y una mujer espíritu. Este ser no humano es una serpiente que ha adquirido el poder de transformarse, a través de la práctica espiritual en la que un animal, planta u objeto obtienen consciencia y longevidad. El objetivo final suele ser la inmortalidad; sin embargo, los humanos también pueden ejercer esta práctica.

Un reto importante de la traducción fue la aparición de varios términos en pinyin, sistema fonético en el cual caracteres chinos son transcritos en el abecedario occidental. Estos se mantuvieron tal cual, ya que la misma autora se explaya sobre estos en los enunciados en los que se encuentran. 

En cuanto a la división de capítulos, más que una enumeración, los títulos corresponden al punto de vista desde el que se narra. Estos se van intercambiando entre el protagonista, Xian, y el protagonista secundario, Zhen.

 

 

 

Capítulo 1. Xian

—Es una cabeza de cobre. —Las sólidas suelas de Xian pisaron las hojas esparcidas por el suelo del bosque con un sonido casi imperceptible—. También conocida como la serpiente de “los cien pasos”. Dicen que una vez que te muerde sólo puedes dar cien pasos antes de desfallecer. 

—Suena grandioso. —Feng dio unos pasos hacia atrás y posó una mano sobre la empuñadura de su espada—. Nada como el aire fresco, la luz del sol y un veneno mortal para comenzar el día. 

Si bien ambos habían acordado que Feng le cortaría la cabeza a las serpientes que los atacaran por sorpresa, Xian prefería capturarlas con vida.

Ya era verano, lo que significaba que las serpientes se aventuraban a salir de sus nidos para reproducirse. El mejor momento para capturarlas era temprano por la mañana, justo después de que el sol calentara las salientes rocosas y dentadas, pero antes de que el intenso calor las hiciera volver a su madriguera. 

—¿No habías capturado ya una de esas? —Feng miró al réptil—. Has estado trabajando el doble desde que comenzó el año de la serpiente.

Xian señaló al animal.

—¿Ves esa franja en la espalda? Estas serpientes no suelen tener marcas blancas. 

Si no fuera por el patrón blanco en las escamas dorsales, la serpiente cabeza de cobre habría sido casi imperceptible bajo el tronco caído en donde se enroscaba. 

Feng se acercó para darle un vistazo.

—¿Crees que esté relacionada con la serpiente blanca que mordió a tu madre?

—Le preguntaré a Fahai cuando regrese—. Xian avanzó con unas pinzas en una mano enguantada y un gancho largo en la otra. Sus guantes estaban hechos de piel de caimán, lo suficientemente gruesa como para soportar la mordedura de un crotalino.

Atrapó a la serpiente con la abertura más ancha de las pinzas. Esta siseó, asustada, retrocediendo su cabeza angular. Xian volvió a alcanzarla con el gancho y la sostuvo a un brazo de distancia. Sin embargo, el reptil atacó y por poco lo muerde en el antebrazo.

Feng sacó su espada. 

—¡Cuidado!

Xian golpeó la nuca de la serpiente con las pinzas, lo que hizo que esta quedara colgando inconsciente en el gancho. 

Feng exhaló aliviado.

—Eso estuvo cerca.

—Tenía todo bajo control. Por cierto, tienes buenos reflejos.

—No son reflejos, es mi deber como escolta.

Xian puso al réptil en un saco de doble costura y se aseguró de cerrarlo bien. Luego, se frotó los ojos con el dorso de la mano y bostezó.

Feng alzó una ceja.

—¿Quién era el joven de anoche?

Xian le lanzó una mirada inocente a su mejor amigo.

—No sé de qué estás hablando.

—Buen intento, pero sé que de nuevo te escabulliste al pabellón de la Benevolencia.

—Oh, bueno, no serías un buen escolta si no lo supieras.

Hace unos años, Feng, el hijo mayor del general Jian, y Xian habían encontrado una ruta secreta que conducía a las afueras del palacio. La entrada estaba oculta detrás del altar en el pabellón de la Benevolencia. El túnel daba a un silo abandonado al otro lado de una de las murallas; a lo que el príncipe le había dado un buen uso a ese pasaje. Xian sonrió.

—Nos vimos en una cabaña cerca de la granja de su padre. Todavía cree que soy el hijo de un mercader que suministra té para el rey. Feng suspiró.

—Me hubiese gustado que fueras más discreto. 

—No te preocupes, nadie nos vio —Xian alzó su barbilla—. Y aunque lo supieran, ¿por qué dirían algo? El emperador Ai tenía amantes masculinos, así como los otros nueve emperadores de la dinastía Han anteriores a él.

Una de las historias más conocidas sobre el emperador Ai era la vez que su amante favorito se había quedado dormido sobre la manga de su ropa; el emperador había preferido cortar la manga de un atuendo imperial antes que despertar al joven. 

—Bueno, cuando seas el rey podrás hacer lo que quieras —mencionó Feng—, pero ahora sabes que Wang sólo quiere aprovechar cualquier error que cometas. Desde que tuvo su guān lǐ ha querido desacreditarte en varias ocasiones mientras busca ganarse la aprobación de tu padre.

Al cumplir los veinte años, los jóvenes de la nobleza debían recoger su cabello en un peinado alzado en forma de bollo, que luego era coronado con un tocado especial. Hace dos semanas, todos se habían congregado en el Templo Ancestral, amontonados bajo la lluvia tardía de primavera, protegiéndose con sus paraguas, para ser testigos de la coronación del mayor de sus medios hermanos. A Xian todavía le faltaban tres años para tener su propio guān lǐ, por lo que ahora mismo su cabello sólo estaba recogido con una horquilla.

El gong de la torre de astronomía en el palacio tañó a la distancia, anunciando que eran las diez. El sol se encontraba en lo alto, a mitad de un cielo despejado, y una gota de sudor resbaló por la ceja de Xian. 

—Lo más probable es que Fahai haya regresado de su pueblo natal. Le llevaré esta serpiente para ver qué opina. —Mientras alzaba el saco, se dio cuenta de que Feng tenía una expresión dubitativa—. ¿Qué?

—Escuché a mi padre esta mañana decir que… —Feng hizo una pausa—. Fahai no fue a visitar a su familia. Tu padre lo envió al oeste para que visitara al Oráculo en el monte Emei.

El monte Emei era la más alta de las cuatro montañas sagradas. La única forma de llegar al monasterio era a través de una angosta escalera de mil peldaños que trepaba por una cima empinada. En ese lugar, vivía un solemne Oráculo. Una vez se llegaba ahí, los monjes tallarían la petición del peregrino en la escápula de un buey o el caparazón de una tortuga usando la escritura antigua. Después, el hueso o el caparazón serían calentados en un horno y, si el Oráculo aceptaba, interpretaría las fisuras.

Xian frunció el ceño.

—¿Qué le preguntó al Oráculo? ¿Si Wang sería el príncipe heredero? ¿Es por eso que Fahai decidió ocultármelo?

Feng intentó mostrarse ignorante y se encogió de hombros. 

—Podría haber sido sobre algo de la corte…

Xian entrecerró los ojos. 

—Feng, tengo una serpiente venenosa en este saco y no me da miedo usarla.

—Está inconsciente. 

—Los colmillos aún pueden inyectar veneno una hora después de cortarle la cabeza.

Feng suspiró.

—No quería decirlo, pero creo que la misión de Fahai era visitar al Oráculo para preguntarle sobre tu madre. 

El corazón de Xian palpitaba con rapidez mientras corría por el patio interno del palacio.

De repente, todo cobró sentido: las prolongadas horas de sueño de su madre y las prescripciones de opio por parte de los médicos eran porque querían hacerla sentir más cómoda. ¿Por qué su padre se lo había ocultado? ¿Era porque sabía que la salud de su madre había empeorado? ¿Cuánto tiempo más le quedaba de vida?

Las zancadas hicieron eco en las escaleras de mármol que llevaban hacia el salón real. Los gabletes amarillos y los aleros dobles hacían que el edificio destacase contra el resto del palacio en Xifu, la capital de Wuyue, donde se encontraba el Lago Oriental. 

Después de la caída de la dinastía Tang, el país se había dividido en diferentes reinos; el territorio de Wuyue se encontraba en el este. Ninguno de los reyes tenía el poder suficiente para tomar el cargo y convertirse en el sucesor de Tang, lo que produjo que, por primera vez en la historia, no existiera un emperador, sólo monarcas que gobernaban de forma independiente, entre los que se encontraba el padre de Xian. 

El nueve era considerado un número imperial, y el salón de su padre era el único edificio en el palacio que podía tener nueve jiān o espacios entre dos columnas, así como cinco arcos. Como sólo el rey podía pasar por el arco central, Xian tuvo que desviarse hacia la izquierda para entrar. 

Los guardias afuera de la sala del trono hicieron un intento por detenerlo, pero él se abrió paso a través de ellos y empujó las puertas ante él. 

Una vez dentro, se encontró frente a un trono sobre una plataforma que apuntaba al sur, por lo que cualquier persona que entrara tendría que hacer la reverencia hacia el norte como un signo de respeto. Bucles de humo provenían de los ostentosos incensarios de cobre rojizo, mientras que dos grandes espejos de bronce a cada lado del trono alejaban a los espíritus malignos. 

Xian alzó la mirada hacia la placa de madera que colgaba sobre el trono, en la que estaba grabada la siguiente frase, 一正壓百邪: Un acto de justicia suprime cien males. 

El letrero no era solamente una decoración. Según dictaba la tradición, el hijo mayor de la emperatriz o reina se convertiría en el príncipe heredero, pero el tatarabuelo de Xian la había abolido al declarar que cualquiera de sus hijos podría ser el sucesor. Debido a las peleas internas entre los hijos de las esposas y concubinas de la realeza, el rey había decidido que el nombre del heredero se mantendría oculto en una caja detrás de la placa, la cual se abriría sólo después de su muerte. Esta caja era considerada un objeto sagrado, y cualquiera que intentara abrirla antes de tiempo sería sentenciado a muerte. 

—¿Xian?

La atención de Xian se centró en el imponente hombre en el trono, que tenía líneas de expresión entre sus cejas profundas. Estaba vestido con un lóng páo de brillante color amarillo, una túnica de la realeza, adornada con las garras de un dragón de nueve dedos, cinco por delante, tres por detrás, y una última garra escondida en los doblajes de enfrente. En el pulgar derecho del monarca había un anillo grabado hecho de láng gān, una gema de color verde azulado, más valiosa y escasa que el jade. 

Frente al trono se encontraba Fahai. A sus treinta y tantos se había convertido en el más joven de los consejeros de la corte. Vestía un atuendo rojo con mangas anchas y un bŭ zi, una insignia tejida al frente de su ropa; la tela estaba decorada con una grulla, un símbolo de longevidad y el rango más alto entre los eruditos. Además, su yú dài, el saco de pez en su cintura, era otra señal de su estatus prominente en la corte del rey. 

El padre de Xian lo miró con una expresión molesta.

—¿Acaso no te enseñé modales, hijo? ¿Qué demonio te ha poseído para entrar así sin permiso?

Incluso si se trataba de una esposa o consorte, nadie tenía permitido aparecer ante el rey sin autorización; de hacerlo, recibirían un castigo. Además, Xian tenía que haber estado usando su atuendo de la corte: una túnica de cuello redondo y tonos dorados, el color de los príncipes.

—Discúlpame, padre—. Xian se arrodilló y mostró sus respetos, aun vistiendo su vestimenta de cazador—. Estoy dispuesto a aceptar cualquier castigo, pero antes de eso, pido que se me diga lo que dijo el Oráculo sobre mi madre. ¿Morirá? ¿Hay alguna forma de salvarla?

Xian podía distinguir las bases rojas de las columnas desde su vista periférica. Su padre solía contarle historias sobre los versos que los poetas solían pintar en estos. Tales doctrinas de amor y piedad filial en los poemas favoritos de su padre lo llevaron a casarse con una mujer noble que sus padres eligieron. Sin embargo, tiempo después su padre había desposado a su madre, una plebeya y amor de la infancia, quien se convirtió en su primera y más amada consorte. 

Xian tomó el valor de alzar la vista y pudo notar que la expresión de su padre se suavizó. 

—Fahai estaba a punto de decírmelo antes de que interrumpieras —dijo y extendió su mano, como una señal para indicar que Xian podía levantarse, para luego asentir hacia Fahai. 

Fahai dio un paso al frente y presentó ante ellos una escápula tallada envuelta en seda. El rey sostuvo el hueso frente a la luz del sol para ver unos caracteres oblicuos y jeroglíficos, el lenguaje escrito más antiguo, el cual sólo pocos podían leer. 

—¿Cuál fue su interpretación? —preguntó el rey. 

—La cura que buscan se encuentra en Changle de Min —respondió Fahai. 

Xian no podía creerlo. ¿La cura? ¿Todo ese tiempo había existido una forma, no sólo de salvar a su madre, sino también de aliviar el paralizante dolor que la había estado afligiendo por casi una década, desde que fue mordida?

—Le pido que me permita ir a Changle —habló de inmediato. 

Su padre se negó.

—El viaje hacia la capital de Min desde Xinfu toma diez días. Nunca has viajado tan lejos por tu cuenta. Enviaré al general Jian. 

—Pero padre…

—No, Xian —declaró firme—. Hace siete años logré conseguir una perla espiritual para sanar a tu madre y casi los pierdo a ambos. Como tu madre se encuentra en un estado crítico, la preocupación sería abrumadora. No permitiré que pase de nuevo. 

Al ver que la primera búsqueda de la perla se había convertido en un mal presagio que terminó con el secuestro de su hijo, el rey se había negado a buscar otra. A diferencia de Xian, su padre era un hombre muy supersticioso, razón por la cual nunca se ofreció a entregar una perla falsa a cambio de la vida de su hijo, pues temía que una calamidad mayor cayera sobre ellos si es que decidía hacerlo. 

Xian se arrodilló con tanta rapidez que su frente golpeó el piso. Además, sabía cuáles azulejos tenían debajo jarrones de barro invertidos, pues se creía que de esa forma el sonido resonaría más, lo que haría que se pudiera obtener el favor del rey. 

—Padre, una vez me dijo que los cuervos tienen la virtud de cuidar de sus padres —explicó Xian—. Le imploro que me permita hacer lo mismo. Soy el único hijo de mi madre. Por favor, deje que vaya a Changle. Debo ser yo quien encuentre la cura, de lo contrario, me arrepentiré el resto de mi vida. 

Hubo una larga pausa. La piedad filial era la virtud más importante en el confucionismo; era la razón por la que hombres y mujeres mantenían su cabello largo, ya que era una señal de respeto hacia sus padres y ancestros. Ante la mención de la obligación filial, el padre de Xian no pudo negarse con facilidad. 

Xian esperó. Al final, su padre levantó un pincel y escribió en un pergamino. Luego, tomó el sello real, un par de dragones entrelazados sobre un montículo, y metió la base en tinta roja antes de presionarlo sobre el papel.

—Prepara algunos hombres. Saldrán al alba hacia Changle. —El padre de Xian le entregó el pergamino—. Fahai te acompañará en mi lugar. Debes escuchar sus palabras como si se tratara de mí. Si esta encomienda es la voluntad de los dioses, entonces serás bendecido y te mostrarán el trayecto correcto hasta tu llegada. 

—Gracias, padre. —Xian recibió el decreto con ambas manos e hizo una reverencia—. No volveré hasta conseguir la cura. 

 

Sher Lee / Singapur. Su novela debut fue Fake Dates and Mooncakes, publicada por la editorial Penguin Random House en Estados Unidos y por Macmillan en el Reino Unido. Recibió el premio Indigo al mejor libro para adolescentes en 2024 por su novela The Legend of the White Snake. Tiene un gran amor por la comida callejera local y tiene dos corgis adorables, Clover y Spade.

A. Saraí Palma / Jalisco. Comenzó con traducciones amateur desde su adolescencia, pero formalizó sus estudios en ISETI en diversas áreas, tanto audiovisuales como literarias, y aspira seguir aprendiendo. Es una apasionada estudiante de idiomas que actualmente se enfoca en el chino y dedica su tiempo libre a traducir novelas y cómics. En un futuro cercano aplicará sus conocimientos en el ámbito profesional. Su motor de vida es su familia, en especial sus dos chihuahuas, Milo y Dante. 


Letter to my Daughter, Maya Angelou

Cartas a mi hija (fragmento)

Traducción de Kelly Alineth Peña Anzastiga 

 

Nota de la traductora

Maya Angelou fue una gran mujer, con quien sentí una conexión indescriptible. Tuvo un hijo a una corta edad, pero nunca tuvo una hija. Sin embargo, escribió Letter to my Daughter para aquellas mujeres que la veían como una madre, o para todas las que leyeran su obra. En ella describe sus experiencias de vida para aconsejar a sus “hijas”. Me parece un gesto emotivo y cálido. Elegí traducir específicamente “To Tell the Truth”, ya que es un texto que parece tratar un tema simple; pero pocos se toman el tiempo de analizar las cosas simples de la vida. Algunos pensamientos deben ser plasmados en palabras.

 

Decir la verdad

Mi madre, Vivian Baxter, a menudo me advirtió que no creyera que la gente realmente quiere la verdad cuando pregunta “¿Cómo estás?”. Decía que alrededor del mundo se hacía esa pregunta en miles de lenguas, y la mayoría de la gente sabía que sólo era para iniciar una conversación. Nadie espera realmente obtener una respuesta como esta: “Bueno, siento como si mis rodillas estuvieran rotas, y me duele la espalda al punto de que podría caerme y llorar”. Una respuesta así terminaría la conversación, incluso antes de que pudiera iniciar. Así que todos decimos: “Bien, gracias. ¿Y tú?”.

Creo que de esa forma aprendemos a decir y a aceptar mentiras sociales. Vemos a amigos que han perdido cantidades peligrosas de peso, o que han ganado unos kilos no favorecedores, y decimos: “Te ves bien”. Todos saben que esa declaración es una mentira evidente; pero nos la tragamos para mantener la paz y porque no queremos enfrentar la realidad. Desearía que pudiéramos detener las mentirillas. No digo que uno deba ser brutalmente honesto. No creo que deberíamos ser crueles sobre nada; sin embargo, es maravillosamente liberador ser honesto. Uno no debería decir todo lo que sabe, pero al menos debemos asegurarnos de que lo que digamos sea verdad.

Permitámonos decirles a las jovencitas: “Ese peinado andrajoso está en tendencia, pero no es bonito. No te favorece”. Y permitámonos decirles a los jóvenes: “Que la parte trasera de tu camisa cuelgue por debajo de tu chaqueta no te hace ver genial, sino descuidado y desaliñado”. La policía de la moda de Hollywood recientemente decidió que traer la ropa arrugada y la cara a medio afeitar era sexy, porque hace ver a los hombres como si apenas se hubieran levantado. Los fashionistas tenían razón y a la vez estaban equivocados. La apariencia desarreglada hace que la persona se vea recién levantada; pero eso no es sexy, sólo es de mal gusto.

Los aros en la nariz, el pezón o la lengua son del dominio de los más jóvenes que aún están experimentando. No me gustan, pero tampoco me molestan, porque sé que gran parte de la juventud crecerá y se unirá al entorno social en el que vivan o trabajen. Se desharán de los aros y rezarán por que los hoyos sanen, para no tener que explicar a sus propios hijos, en primer lugar, por qué tienen esos hoyos.

Seamos honestos con la gente. Cuando pregunten “¿Cómo estás?”, ten el valor de responder con sinceridad. Aunque debes saber que empezarán a evitarte, porque ellos también tienen dolores de rodillas y de cabeza, y no quieren saber de los tuyos. Pero piénsalo de esta forma: si la gente te evita, tendrás más tiempo para meditar e investigar más a fondo sobre la cura de lo que realmente te afecta.

Marguerite Annie Johnson “Maya Angelou” / Saint Louis, Estados Unidos, 1928 - Winston-Salem, Estados Unidos, 2014. Durante su vida tuvo diferentes trabajos, antes de convertirse en escritora, poeta, ensayista y activista. Algunas de sus obras más destacadas son I Know Why the Caged Bird Sings (1969), On the Pulse of Morning (1993) y Still I Rise (1978). Angelou recitó un poema en la toma de posesión presidencial de Bill Clinton en 1993. Asimismo, el entonces presidente de Estados Unidos Barack Obama le otorgó la Medalla Presidencial de la Libertad, en 2010.

 

Kelly Alineth Peña Anzastiga / Estado de México, 2000. Traductora, intérprete y profesora. Estudió la Licenciatura en Lenguas en la Universidad Autónoma del Estado de México. Participó como profesora auxiliar en el programa “Español como lengua extranjera” de la Universidad de Ulsan, Corea del Sur, y la Universidad Autónoma del Estado de México, en 2022. Asimismo, participó en un programa de intercambio académico con la Universidad de Seúl, Corea del Sur, en 2023. Continuó su formación como traductora con el Certificado de Traducción para Subtitulado y el Diplomado de Traducción Literaria en el ISETI. Actualmente se desempeña como intérprete médica y profesora de inglés.


If I Had Your Face, Frances Cha 

Si tuviera tu rostro (fragmento del primer capítulo, “Ara”)

Traducción de Marian Paola Pérez Ramírez

 

Nota de la traductora

En 2024, después de que Han Kang recibiera el Nobel de Literatura, me interesó mucho empezar a leer autoras asiáticas. Fue así como comencé una búsqueda de historias escritas por mujeres en esa parte del mundo y, entre otras novelas cautivadoras, encontré If I Had Your Face, una historia que retrata la manera en que las mujeres coreanas enfrentan, desde diversos contextos, los retos, obstáculos y discriminaciones dentro de una sociedad que en ocasiones parece detenida en el tiempo en temas de género. 

Cuando llegó el momento de escoger un material para traducir como proyecto para el diplomado, pensé que If I Had Your Face sería una elección interesante, tanto por la temática que aborda como por los retos de traducción que traería consigo, al ser una historia situada en Corea del Sur y escrita originalmente en inglés.

En este caso, en lugar de traer el texto al lector, como algunos suelen hacer al traducir, me enfoqué en tratar de transportar al lector al mundo en el que se desarrolla la historia, con todos los problemas de traducción que una estrategia así implica. Lo más importante para mí como traductora fue crear un balance entre dar el contexto necesario para el entendimiento del lector y alimentar su curiosidad al no explicar de más, de la misma manera en que lo hace la autora en su idioma original. Espero que quien lea esta traducción sienta esa misma curiosidad y se dé la oportunidad de saber cómo continúan estas historias cruzadas.

 

Ara

Sujin está empeñada en convertirse en una de esas chicas de clubes privados. Invitó a Kyuri, que vive al otro lado del pasillo, a nuestro pequeño departamento, y las tres estamos sentadas en el suelo formando un triángulo, mirando por la ventana hacia la calle llena de bares. Hombres trajeados y borrachos van dando traspiés, pensando a dónde ir por su próxima ronda de tragos. Es tarde y estamos bebiendo soju en vasitos de papel.

Kyuri trabaja en Ajax, el club privado más caro del barrio de Nonhyeon. Los hombres llevan ahí a sus clientes para hablar de negocios en oscuras salas alargadas con mesas de mármol. Sujin me contó cuánto pagan esos hombres por noche para que chicas como Kyuri se sienten a su lado y les sirvan licor, y me costó mucho creerle.

Nunca había oído hablar de los clubes privados antes de conocer a Kyuri, pero ahora que sé qué buscar, veo uno en cada calle. Desde afuera, son casi invisibles. Letreros anodinos cuelgan sobre escaleras oscuras que conducen a mundos subterráneos donde los hombres pagan por actuar como reyes engrandecidos.

Sujin quiere formar parte de todo eso, por el dinero. En este momento le está preguntando a Kyuri dónde se operó los ojos.

—Yo me hice la cirugía en la ciudad de Cheongju —le dice Sujin a Kyuri, apenada—. Un completo error, sólo mírame. —Abre mucho los ojos. 

Y es verdad, el pliegue de su párpado derecho está suturado demasiado alto, lo que le da una mirada ladina e inclinada. Por desgracia, la verdad es que, aparte de sus párpados asimétricos, la cara de Sujin es demasiado cuadrada para ser considerada bonita según el gusto coreano. Su mandíbula inferior también sobresale demasiado.

Kyuri, en cambio, es de esas chicas con una belleza electrizante. Las suturas de sus párpados dobles lucen naturalmente tenues, mientras que su nariz está levantada, sus pómulos marcados, y toda su mandíbula alineada y recortada en una fina línea en V. Tiene largas pestañas plantadas a lo largo de su delineado permanente, y se somete a una fototerapia rutinaria en la piel, que brilla de un blanco opaco como leche descremada. Hace un rato hablaba de los beneficios de las mascarillas de hoja de loto y los suplementos de ceramida para las arrugas del cuello. La única parte inalterada de ella es, sorprendentemente, su pelo, que se extiende como un río oscuro por su espalda.

—Fui una tonta. Debí haber esperado a ser mayor. —Con otra mirada envidiosa a los pliegues perfectos de Kyuri, Sujin suspira y vuelve a mirarse los ojos en un espejito de mano—. Qué desperdicio de dinero.

*

Sujin y yo compartimos departamento desde hace tres años. Fuimos juntas a la escuela secundaria y a la preparatoria en Cheongju. Nuestra preparatoria era técnica, así que sólo duraba dos años, pero Sujin ni siquiera la terminó. Siempre estuvo ansiosa por escapar del orfanato en el que creció y venir a Seúl, así que después de nuestro primer año fue a probar suerte a una academia de peluquería. Pero era torpe con las tijeras, y echar a perder las pelucas le salía caro, así que también lo dejó, no sin antes llamarme a mí para que ocupara su puesto.

Ahora soy estilista en toda regla, y Sujin viene varias veces a la semana al salón donde trabajo, a las diez de la mañana en punto. Le lavo y le seco el pelo antes de que se vaya a trabajar a su salón de uñas. Hace unas semanas, me trajo a Kyuri como nueva clienta. Para las peluquerías pequeñas es un gran logro llegar a tener de clientas a chicas de clubes privados, porque se hacen peinados y maquillajes profesionales todos los días y nos traen mucho dinero.

Lo único que me molesta de Kyuri es que a veces habla demasiado alto cuando se dirige a mí, aunque Sujin le ha dicho que no tengo ningún problema auditivo. Además, a menudo la oigo susurrar en la peluquería sobre mi “condición”, cuando estoy de espaldas.

Aunque creo que no lo hace con mala intención.

 

*

Sujin sigue quejándose de sus párpados. Ha estado inconforme con ellos casi desde que la conozco, antes y después de operárselos. El médico que la operó era el marido de una de nuestras profesoras, y tenía una pequeña clínica de cirugía plástica en Cheongju. Aproximadamente la mitad de nuestra escuela se operó los ojos ahí ese año, porque la profesora nos ofreció un descuento del 50%. La otra mitad, incluyéndome, no podía pagar ni eso.

—Me alegra no necesitar que me hagan ningún retoque —dice Kyuri—. La clínica a la que voy es la mejor. Es la más antigua del Epicentro de la Belleza en el barrio de Apgujeong, y cantantes y actrices como Yoon Minji son clientes frecuentes.

—¡Yoon Minji! ¡Me encanta! Es hermosa. Y supersimpática en persona, según dicen. —Sujin se queda mirando a Kyuri, embelesada.

—Ah —dice Kyuri, con un gesto de fastidio en la cara—. Sí, creo que apenas se hizo un láser sencillo, por todas las pecas que le están saliendo por su nuevo programa. El que filma en el campo con todo ese sol, ¿lo conocen?

—¡Ay, sí, nos encanta ese programa! —Sujin me empuja—. En especial a Ara. Está obsesionada con el chico de la banda Crown, el más joven del reparto. Deberías ver cómo se pasea por el departamento, soñando despierta cada semana después de que acaba el programa.

Hago como que la abofeteo y sacudo la cabeza. 

—¿Taein? A mí también se me hace lindo. —Kyuri vuelve a hablar en voz alta, y Sujin le lanza una mirada de sufrimiento antes de volver a mirarme.

—Su mánager viene a veces a Ajax con hombres que usan los trajes más ajustados que he visto. Probablemente sean inversores, porque el mánager siempre les está presumiendo de lo popular que es Taein en China.

—¡Qué locura! Tienes que mandarnos un mensaje la próxima vez. Ara dejaría todo para ir corriendo directo hasta allá. —Sujin sonríe.

Frunzo el ceño y saco mi bloc de notas y mi bolígrafo, que prefiero antes que escribir en mi teléfono. Escribir a mano es más parecido a hablar.

“Taein es demasiado joven para ir a un sitio como Ajax”, escribo.

Kyuri se inclina para ver lo que escribí:

            —¿Chung Taein? Tiene nuestra edad. Veintidós —responde.

“Es lo que quiero decir”, les escribo. Y Kyuri y Sujin se ríen de mí.

 

*

El apodo que me puso Sujin es ineogongju (Sirenita, en coreano). Dice que es porque la Sirenita perdió su voz, pero la recuperó más adelante y tuvo su final feliz. Nunca le he dicho que eso solo pasa en la versión animada de Estados Unidos. En la historia original, se suicida.

Sujin y yo nos conocimos cuando nos pusieron a trabajar juntas en un carrito de camotes asados en nuestro primer año de escuela secundaria. Así era como muchos adolescentes ganaban dinero en Cheongju durante el invierno; nos parábamos en las esquinas de las calles bajo la nieve, asábamos camotes sobre carbones en pequeños botes de metal y los vendíamos por unos cuantos miles de wones cada uno. Por supuesto, sólo los chicos problemáticos hacían esto, los chicos que formaban parte de una iljin (las pandillas de las escuelas), y no los nerds, que estaban ocupados estudiando para los exámenes de ingreso y comiendo los tiernos almuerzos que sus madres les preparaban todas las mañanas. Pero, eso sí, los que estábamos en los carritos de camotes éramos los buenos entre los chicos malos. Al menos les estábamos dando algo a las personas a cambio de su dinero. Los verdaderamente malos simplemente se lo quitaban.

 

*

Mientras se libraban peligrosas batallas por las mejores esquinas, yo tuve suerte de que me emparejaran con Sujin, que podía ser implacable cuando era necesario.

Lo primero que Sujin me enseñó fue a usar las uñas. 

—Puedes cegar a alguien, o hacerle un agujero en la garganta, si quieres. Pero tienes que mantener las uñas de la longitud y el grosor óptimos, para que no se rompan en un momento crítico. —Examinó las mías y negó con la cabeza—. No, éstas no sirven —dijo, y me recetó vitaminas para fortalecer las uñas y una marca específica de esmalte engrosador.

Eso fue cuando yo aún hablaba, y Sujin y yo bromeábamos o cantábamos mientras llevábamos el carrito y llamábamos a los transeúntes a todo pulmón. 

—¡El camote es bueno para la piel! —gritábamos—. ¡Te da salud y belleza! ¡Y está riquísimo!

Un par de veces al mes, Nana, la chica mayor que nos cedió su codiciado rincón, pasaba por ahí a recoger su cuota. Era una famosa pandillera y había conquistado todo el distrito local en una serie de peleas legendarias. Sin embargo, en la última se había roto el dedo meñique y nos cedió su territorio mientras se recuperaba.

Aunque Nana solía abofetear a las otras chicas en los baños de la escuela, yo le caía bien porque era la única de nuestra pandilla que no tenía novio. 

—Tú sabes lo que es importante en la vida —me decía siempre—. Y pareces inocente, eso es genial. 

Yo le daba las gracias y me inclinaba con fuerza, y entonces ella me mandaba a comprar cigarrillos. El hombre de la tienda de la esquina no se los vendía porque no le gustaba su rostro.

*

Creo saber por qué Sujin está tan obsesionada con su aspecto. Creció en el Centro Loring, que todos en Cheongju consideraban un circo. Además de albergar un orfanato, era una casa hogar para discapacitados y deformes. Sujin me dijo que sus padres murieron cuando ella era bebé; pero hace poco se me ocurrió que debe de haber sido abandonada por una chica incluso más joven que nosotras. Tal vez la madre de Sujin también trabajaba en un club privado.

Le dije a Sujin que me gustaba ir a visitarla al Centro porque ahí nadie nos molestaba. Podíamos tomarnos todas las bebidas caducadas que donaban las tiendas y estacionar nuestro carrito de camotes ahí sin que nos hicieran preguntas. Aunque, en secreto, a veces me asustaba ver a los discapacitados deambulando por ahí con sus cuidadores, hablándoles con voces cantarinas.

*

Frances Cha / Minnesota, Estados Unidos. Estudió la Licenciatura en Escritura Creativa y Estudios Asiáticos en Dartmouth College, y obtuvo una Maestría en Ficción en la Universidad de Columbia. Fue editora de viajes y cultura para CNN en Seúl y Hong Kong. Su debut como novelista fue con If I Had Your Face, publicada en 2020. Posteriormente publicó el libro infantil The Goblin Twins en 2023 y la secuela The Goblin Twins: Too Hard to Scare en 2024. Actualmente vive en Nueva York y es profesora en el programa del Máster en Bellas Artes de la Universidad de Columbia.

Marian Paola Pérez Ramírez / Ciudad de México, 1999. Licenciada en Traducción por la Escuela Nacional de Lenguas, Lingüística y Traducción de la UNAM. Traductora técnica y jurídica por necesidad, y literaria por vocación. Sus primeras traducciones fueron las letras de canciones de sus bandas favoritas. En la adolescencia pensaba que quería escribir libros hasta que se dio cuenta de que disfrutaba más leer que escribir; en la traducción literaria encontró la combinación ideal entre lectura y creación que estaba buscando.


The Gungle, Steven Rowley

Un verano con la tía Patrick (fragmento)

Traducción de Margarita Roussell Hermida

 

Nota de la traductora

El proceso de traducción del capítulo fue una gran oportunidad para reconocer errores comunes en una traducción: falsos amigos, gerundios, etc. Un factor importante fue haber trabajado anteriormente con uno de los títulos del autor; así conocí su estilo y su forma de redacción. Este autor tiene mucha destreza con las palabras, y su manejo del humor es muy descriptivo; una de las cosas que tuve que trabajar para mantener el contenido del mensaje fue buscar maneras de conservar el humor del original pero localizado al lenguaje meta. 

Durante el proceso, uno de los problemas que enfrenté fue la traducción del título de la novela. El nombre original, The Gungle, es una expresión coloquial que se utiliza para referirse al personaje principal y es parte de la comedia gay. Otra ayuda para desarrollar el nombre fue el otro sustantivo para referirse al personaje, GUP (Gay Uncle Patrick). Se recopilaron las opciones necesarias para tomar la decisión de cambiarlo, con base principalmente en el espacio y tiempo de la historia, la imagen de la portada, la trama de la novela y el uso de la palabra “tía” en la comunidad gay, que es bastante común. Esta decisión podría ser problemática para otras ediciones en el futuro, pero aquí resultó una solución adecuada.

Diez

Patrick se sentó en el patio en silencio, meciéndose en una silla que lo arrullaba y lo llevaba a un espacio reconfortante para despejar su mente. Había estado allí un rato, absorto en sus pensamientos, antes de que el ladrido de Lorna atravesara la oscuridad, seguido de un suave chapoteo. Era John, al otro lado de la pared, que se sumergía en su piscina para un nado nocturno; eso siempre volvió loca a Lorna, que aullaba desde la terraza de la piscina como si fuera una salvavidas que les gritara a los nadadores desde la costa. Patrick sonrió y revolvió lo que quedaba de hielo dentro del vaso vacío antes de ponerlo sobre la mesa. Se puso de pie y le dio un golpecito con la yema de los dedos a una de las guirnaldas de luz Edison que había colgado en el techo de la pérgola. Tomó otra silla, una que no giraba, y la arrastró por el patrio.

Apoyó la silla en la grava que corría a lo largo de la pared trasera de la propiedad, tiró el cojín a un lado para no ensuciarlo con los pies descalzos y se puso de pie para mirar por encima de la pared. Le hizo un gesto a John cuando completó una vuelta y salió a tomar aire.

—¡Buenas!

John se puso los googles en la frente y le devolvió el saludo.

—Quiubo, vecino. 

Era una cosa típica de John (quiubo), por lo que Patrick no sintió pena ajena como lo haría normalmente; ya estaba acostumbrado. 

—Dame un segundo, voy por una toalla. —Salió de la nada de la piscina con una gracia sorprendente, y Patrick se sintió aliviado al ver que llevaba un speedo. Los trajes de baño eran opcionales en Palm Springs, especialmente por la noche. Se secó y se envolvió la toalla alrededor de la cintura, antes de acercarse a su amigo junto a la pared.

—¿Cómo van las cosas?

—Bien. Lo único que hago es ponerles protector solar a los niños. Termino con uno, empiezo con el otro. Luego vuelvo al primero y le aplico otra vez. Se vuele algo infinito. Debería inventar algún tipo de máquina para eso. Me haría rico.

—Pensé que ya lo eras.

Patrick inclinó la cabeza hacia un lado. En realidad, no estaba seguro de cuál era su situación financiera. No exactamente. El dinero halla la forma de salir rápido, sobre todo cuando no hay ingresos.

—¿Cómo están los niños? 

Patrick se apoyó en la pared para no mirar tanto a su vecino. Estaba tratando de ser más consciente de cómo se mostraba ante los demás. 

—Es difícil saberlo. Creo que se cuelan en mi habitación por la noche para dormir.

—Se sienten seguros contigo.

Patrick sonrió. Un recuerdo, un recuerdo sensato: la seguridad total de quedarse dormido de niño con adultos hablando cerca. 

—Es raro tenerlos cerca. Tienen parte de mi ADN mezclado con el de Sara. Son como una sombra de una realidad alternativa, otra vida, una heterosexual, una que no ha pasado.

—Eso debe de ser extraño.

Tiró de una rama de uno de los limoneros de John que colgaba de la pared.

—Traté de hablar con ellos sobre su madre.

—Eso es bueno de tu parte.

—La única forma de superar esto es afrontándolo. —Examinó a John—. ¿Cómo es que mantienes así tu bigote?

—¿Eh? John saltó sobre una pierna para eliminar el agua del oído. Patrick imitó la forma de un bigote rizado en ambas puntas.

—Oh, uso cera. Parece que se mantiene intacto en la piscina. 

—¿Dónde están tus otros dos tercios?

—Fueron al cine para escapar del calor. Yo opté por nadar. Realmente no hay nada que ver en el verano si no te gustan los superhéroes y demás, la gente enmascarada. —John se quitó las gafas de la cabeza, su propia máscara, y jugó con la correa elástica—. Estoy orgulloso de ti, Patrick. Eso de hablar con los niños... eso sí que es heroico.

            Patrick estuvo de acuerdo, pero en realidad no estaba dispuesto a aceptar el elogio. 

—No estoy seguro de estar tan preparado para manejar esto como creía. Ni siquiera pensaba estar listo desde un principio. Es difícil comunicarse con ellos. No puedo lograr que se relajen; parece que hago todo mal. No como su madre solía hacerlo.

—Están en shock.

—Aun así, una parte de mí asumió que serían niños. Resilientes, ¿me explico? Pensé que estarían afligidos, claro, pero que también lograría animarlos, hacerlos reír, jugar en la piscina y ser… libres. 

Patrick incluso había tenido esperanza de aprender de ellos. Que pudieran encontrar el camino para salir de la tristeza y de alguna manera iluminar sus vidas.

—Podrías llevarlos a hablar con alguien. Un psicólogo infantil, quizás. Alguien así.

Patrick asintió y luego tosió. Sentía un nudo en la garganta que quería limpiar desesperadamente. 

—Quieren saber sobre el cielo. Entonces, tal vez un sacerdote. Ojalá conociéramos uno. 

—Sonrió ante el pensamiento casi ridículo.

John se rascó la frente. 

—Yo fui ministro. —Lo dijo de manera tan casual, como si fuera algo informativo, sin rastro de petulancia, que tomó a Patrick por sorpresa. Este se alejó de la pared tan abruptamente que casi se cae de la silla—. No te sorprendas tanto —añadió John.

—¿Cómo debería tomarlo entonces? ¿Estás bromeando? —Patrick pensó en su conversación del otro día—. Un atento clérigo, poliamoroso, adicto a la cocaína y bronceado.

John bajó la mirada hacia sus pies, pateando parte de la grava de su propio lado de la pared hasta que se detuvo cerca de una suculenta. 

—Sé que crees que somos personas tontas.

—Por favor —protestó Patrick, pero, por supuesto, era la verdad. Eran una trieja con un nombre colectivo.

—Está bien, mucha gente lo hace. —John estiró el cuello para mirar hacia su casa con nostalgia—. Nuestro acuerdo es inusual. Somos el foco de muchas bromas. Lo entendemos. Pero eso no significa que no lo tomemos en serio.

            Estuvieron en silencio durante un momento. Patrick miró hacia arriba, esperando ver una estrella fugaz. En cambio, el cielo estaba quieto, ni siquiera había luces rojas de algún avión que pasara, aunque los envolvía una brisa cálida y suave.

—¿Qué estás haciendo aquí? 

—Pensé que me vendría bien hablar con un adulto.

—No —dijo John. Desdobló la toalla de su cintura y la colocó suavemente sobre sus hombros como un chal—. ¿Qué estás haciendo en el desierto?

Patrick se frotó los ojos hasta que vio estrellas fugaces en la parte posterior de los párpados.

—Necesitaba un descanso.

—Han pasado cuatro años. 

—¿De veras?

—Creo que lo sabes bien.

Patrick se mordió el interior de la mejilla hasta que creyó saborear la sangre. 

—El otro día llegó una visita. Una mujer joven. Me preguntó lo mismo, más o menos.

—¿Y qué le dijiste?

—Nada —Patrick se recostó en la pared—. No pude.

—Porque realmente no lo sabes. —Si Patrick no iba a responder, John lo haría por él. Tenía mejores cosas que hacer que estar de pie junto a una pared durante la noche escuchando a las cigarras. Volver a nadar, por ejemplo.

—Tenía este agente. Neal. Tenía, tengo. Una vez estuvimos en una fiesta. El último año del show. Cien episodios. Ciento cincuenta. Algo así. Ni quien lo recuerde. Todos estaban melancólicos pero inquietos. Listos para seguir adelante, creo; al menos yo lo estaba. Pero fue una buena carrera y no había razón para fingir que no lo era. De todos modos, Neal estaba allí. Supongo que lo invité. O tal vez alguien lo invitó. Recuerdo que había un pastel enorme. Y en algún momento, cerca del final de la noche, me agarró.

—¿Qué quieres decir con que te agarró? ¿Te agarró dónde? 

—En el camión de los tacos.

—No, me refería a...

—Sé lo que querías decir. —La silla de Patrick se deslizó en la grava y él saltó sobre ella dos veces para que las patas se clavaran en su lugar—. De mi entrepierna —suspiró Patrick—. Ambos estábamos ebrios, ni siquiera fue algo sexual.

—¡Por supuesto que fue sexual!

Patrick se sorprendió por el uso de una palabra tan conservadora viniendo de alguien cuyos maridos estaban en una cita en el cine. “Es un hombre heterosexual. Está casado”.

—En mi experiencia eso no significa gran cosa. Abusó de ti, Patrick.

—Supongo que sí. También era un símbolo de propiedad. Él era mi dueño. Me consiguió ese show y me agarró de los huevos. Y me hizo pensar: “Estoy ganando mucho dinero para esta persona. ¿Por qué?”. Ya no era divertido. Así que… simplemente lo dejé.

John se agachó para acariciar a Lorna, que se había acurrucado a su lado.

—Siento que te haya pasado eso.

—Está bien. Realmente no se sintió como un abuso; o sea, lo fue. Pero no soy una víctima.

John movió los brazos un par de veces como se estiraría un nadador olímpico; tomó la toalla justo cuando se le resbalaba de los hombros. 

—Pero no es por eso que estás aquí.

Patrick fingió reflexionar. No le gustaba que lo vieran tan claramente. 

—¿Cree en el cielo, reverendo?

—Sí.

—¿Y en el infierno?

—Supongo que sí. ¿Y tú? 

—El infierno es la tierra —dijo Patrick e hizo unas cuantas flexiones verticales contra la pared—. Había un hombre al que amé, pero murió.

—¿Sida?

—Por Dios, claro que no —respondió Patrick, quien supuso que eso demostraba la diferencia de edad—. Fue por culpa de un conductor ebrio.

—Lo siento.

—Creo que nunca lo superaré. —Patrick se detuvo allí, y John no presionó. Ambos evitaron hacer contacto visual.

—¿Lo extrañas?

—¿Qué cosa? 

—Actuar

Patrick lo pensó. 

—Lo extraño a él. 

Esa noche los insectos hacían mucho ruido. La brisa sopló de nuevo y cepilló el cabello de Patrick. 

—Sí, pero no volverá.

Patrick estuvo a punto de caerse de la silla por la brutal verdad de aquella afirmación. Es el tipo de honestidad de la que habría huido en el pasado, pero en ese momento se mantuvo firme y la aceptó. A primera vista, parecía notablemente egoísta; John tenía dos amores, dos hombres en su cama. Patrick no tenía ninguno. Pero no iba a dejar que su vecino se llevará lo mejor de él.

—Lo echo de menos. Actuar, quiero decir. Cuando tenía, no sé, dieciséis o diecisiete años, me eligieron presidente del club de teatro de mi escuela secundaria. Había pasado dos años haciendo papeles secundarios, pero como estudiante de último año era mi momento de brillar. Ahora sería el protagonista. Y entonces el director anunció que íbamos a hacer El diario de Ana Frank. ¡Qué hijo de puta!, ¿verdad? Me dieron el papel del padre, y yo iba diciéndole a todo mundo: “Sí, ella es el personaje del título, pero mi personaje, Otto Frank, es el verdadero protagonista. Fue quien sobrevivió y volvió para encontrar el diario de Ana. Toda la historia está enmarcada en sus recuerdos. De hecho, deberían cambiarle el nombre a ‘La experiencia de Otto Frank’”.

John sonrió. 

—Eso suena como un trío de fusión de jazz.

—Tú deberías saber sobre tríos. —Fue una pequeña pulla, en pago por su comentario sobre Joe, pero Patrick todavía estaba perdido en la memoria—. Mi yo de dieciséis años era un terror.

—¿Dieciséis años, tú? —John dijo con burla y esta vez sonrió.

Patrick también sonrió.

—Ahí fue cuando lo supe. Tenía que actuar. Tenía que mostrarme con seguridad en cualquier rol que me dieran, así fuera uno secundario. No había pensado en ello durante mucho tiempo. Ese monstruo todavía está en mí, pero se trata de algo más que eso.

—¿Qué es?

—Tengo que ir a ver a mi agente, por mucho que lo aborrezca. Me tiene agarrado de los huevos. Si no él, la situación. Voy a tener que trabajar cuando termine este verano. Le ayudaré a mi hermano con sus hijos.

—¿No dijiste que era abogado?

—Sí. Pero no tengo ni idea del tipo de facturas médicas que está pagando. La deuda de la que se hizo cargo durante la enfermedad de Sara. No quiero que pierda la casa; e incluso si está bien por ahora, habrá que ahorrar para el futuro; está el pago de dos colegiaturas universitarias. Y dentro de diez años quién sabe lo que costarán. Tengo que hacer mi parte. Se lo debo a su madre. Y eso significa ver a mi agente.

John asintió. Había ayudado a Patrick a entender mejor la situación, al menos un poco. No había necesidad de decir más.

—¿Quieres que hable con los niños?

Patrick lo pensó. No estaba seguro de que las verdades duras de John fueran la táctica correcta.

—Puede que sí, ¿está bien si te aviso?

—Claro. ¿Quieres venir a nadar? 

—No tengo mi traje baño.

John le lanzó una mirada. Había mirado a través de la pared de Patrick lo suficiente como para saber que eso nunca le había impedido nadar. Patrick volvió a mirar a su propia piscina. El agua salpicada de la brisa, brillando en la superficie. 

—Estoy bien. Yo también tengo una piscina.

—Sí, pero a veces la vida es más divertida con otra persona.

Patrick volvió a mirar al cielo; esta vez, un satélite flotaba sin esfuerzo a través de la noche. No era una estrella fugaz, pero era algo, y no le quedó de otra que pedir un deseo.

 

Steven Rowley / Portland, Estados Unidos, 1967. Su primera y muy famosa novela fue Lily and the Octopus, publicada en el 2016 y traducida a dieciocho idiomas, con la que consolidó un estilo y logró que los lectores encontraran una manera de sentirse y de actuar durante el duelo por la pérdida de un ser querido. Autor de otros libros, como The Editor, nombrado por NPR como uno de los mejores libros de 2019; The Guncle, finalista de los Goodreads Choice Awards a la Novela del Año 2021 y ganador del 22.o Premio Thurber de Humor Estadounidense; y The Celebrants, seleccionado por el club de lectura Read With Jenna del programa TODAY. Su obra de ficción se ha publicado en veinte idiomas. Todos sus libros están en proceso de ser adaptados para el cine o la televisión.

 

Margarita Roussell Hermida / Ciudad de México, 2000. Estudiante egresada de la carrera de Traducción, Interpretación y Localización. La traducción literaria es uno de sus retos como traductora, con lo que ha aprendido a fallar con éxito y orgullo. Tiene habilidades manuales como el bordado, y procura su estabilidad emocional y física. Sus grandes objetivos son la traducción literaria, legal y médica. 

26 May 2025

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